“SPIRITUS PARACLITUS”, de Benedicto XV

CARTA ENCÍCLICA

SPIRITUS PARACLITUS

DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XV

SOBRE LA INTERPRETACIÓN
DE LA SAGRADA ESCRITURA

1. El Espíritu Consolador, habiendo enriquecido al género humano en las Sagradas Letras para instruirlo en los secretos de la divinidad, suscitó en el transcurso de los siglos numerosos expositores santísimos y doctísimos, los cuales no sólo no dejarían infecundo este celestial tesoro(1), sino que habían de procurar a los fieles cristianos, con sus estudios y sus trabajos, la abundantísima consolación de las Escrituras. El primer lugar entre ellos, por consentimiento unánime, corresponde a San Jerónimo, a quien la Iglesia católica reconoce y venera como el Doctor Máximo concedido por Dios en la interpretación de las Sagradas Escrituras.
2. Próximos a celebrar el decimoquinto centenario de su muerte, no querernos, venerables hermanos, dejar pasar una ocasión tan favorable sin hablaros detenídamente de la gloria y de los méritos de San Jerónimo en la ciencia de las Escrituras. Nos sentimos movido por la conciencia de nuestro cargo apostólico a proponer a la imitación, para el fomento de esta nobilísima disciplina, el insigne ejemplo de varón tan eximio, y a confirmar con nuestra autoridad apostólica y adaptar a los tiempos actuales de la Iglesia las utilísimas advertencias y prescripciones que en esta materia dieron nuestros predecesores, de feliz memoria, León XIII y Pío X.
3. En efecto, San Jerónimo, «hombre extraordinariamente católico y muy versado en la ley sagrada»(2), «maestro de católicos»(3), «modelo de virtudes y maestro del mundo entero»(4), habiendo ilustrado maravillosamente y defendido con tesón la doctrina católica acerca de los libros sagrados, nos suministra muchas e irnportantes enseñanzas que emplear para inducir a todos los hijos de la Iglesia, y especialmente a los clérigos, el respeto a la Escritura divina, unido a su piadosa lectura y meditación asidua.
4. Como sabéis, venerables hermanos, San Jerónimo nació en Estridón, «aldea en otro tiempo fronteriza entre Dalmacia y Pannonia»(5), y se crió desde la cuna en el catolicismo(6); desde que recibió aquí mismo en Roma la vestidura de Cristo por el bautismo(7), empleó a lo largo de su vida todas sus fuerzas en investigar, exponer y defender los libros sagrados. Iniciado en las letras latinas y griegas en Roma, apenas había salido de las aulas de los retóricos cuando, joven aún, acometió la interpretación del profeta Abdías: con este ensayo «de ingenio pueril»(8), de tal manera creció en él el amor de las Escrituras, que, como si hubiera encontrado el tesoro de que habla la parábola evangélica, consideró que debía despreciar por él «todas las ventajas de este mundo»(9). Por lo cual, sin arredrarse por las dificultades de semejante proyecto, abandonó su casa, sus padres, su hermana y sus allegados; renunció a su abastecida mesa y marchó a los Sagrados Lugares de Oriente, para adquirir en mayor abundancia las riquezas de Cristo y la ciencia del Salvador en la lectura y estudio de la Biblia(10).
5. Más de una vez refiere él mismo cuánto hubo de sudar en el empeño: «Me consumía por un extraño deseo de saber, y no fui yo, como algunos presuntuosos, mi propio maestro. Oí frecuentemente y traté en Antioquía a Apolinar de Laodicea, y cuando me instruía en las Sagradas Escrituras, nunca le escuché su reprobable opinión sobre los sentidos de la misma»(11). De allí marchó a la región desierta de Cálcide, en la Siria oriental, para penetrar más a fondo el sentido de la paIabra dívina y refrenar al mismo tiempo, con la dedicación al estudio, los ardores de la juventud; allí se hizo discípulo de un cristiano convertido del judaísmo, para aprender hebreo y caldeo. «Cuánto trabajo empleé, cuántas dificultades hube de pasar, cuántas veces me desanimé, cuántas lo dejé para comenzarlo de nuevo, llevado de mi ansia de saber; sólo yo, que lo sufrí, podría decirlo, y los que convivieron conmigo. Hoy doy gracias a Dios, porque percibo los dulces frutos de la amarga semilla de las letras»(12).

6. Mas como las turbas de los herejes no lo dejaron tranquilo ni siquiera en aquella soledad, marchó a Constantinopla, donde casi por tres años tuvo como guía y maestro para la interpretación de las Sagradas Letras a San Gregorio el Teólogo, obispo de aquella sede y famosísimo por su ciencia; en esta época tradujo al latín las Homilías de Orígenes sobre los Profetas y la Crónica de Eusebio, y comentó la visión de los serafines de Isaías. Vuelto a Roma por las dificultades de la cristiandad, fue familiarmente acogido y empleado en los asuntos de la Iglesia por el papa San Dámaso(13). Aunque muy ocupado en esto, no dejó por ello de revolver los libros divinos(14), de transcribir códices(15) y de informar en el conocimiento de la Biblia a discípulos de uno y otro sexo(16), y realizó el laboriosísimo encargo que el Pontífice le hizo de enmendar la versión latina del Nuevo Testamento, con tal diligencia y agudeza de juicio, que los modernos conocedores de estas materias cada día estiman y admiran más la obra jeronimiana.
7. Pero, como su atracción máxima eran los Santos Lugares de Palestina, muerto San Dámaso, Jerónimo se retiró a Belén, donde, habiendo construido un cenobio junto a la cuna de Cristo, se consagró todo a Dios, y el tiempo que le restaba después de la oración lo consumía totalmente en el estudio y enseñanza de la Biblia. Pues, como él mismo certificaba de sí, «ya tenía la cabeza cubierta de canas, y más me correspondía ser maestro que discípulo, y, no obstante, marché a Alejandría, donde oí a Dídimo. Le estoy agradecido por muchas cosas. Aprendí lo que no sabía; lo que sabía no lo perdí, aunque él enseñara lo contrario. Pensaban todos que ya había terminado de aprender; pero, de nuevo en Jerusalén y en Belén, ¡con cuánto esfuerzo y trabajo escuché las lecciones nocturnas de Baranías! Temía éste a los judíos y se me presentaba como otro Nicodemo»(17).
8. Ni se conformó con la enseñanza y los preceptos de estos y de otros maestros, sino que empleó todo género de ayudas útiles para su adelantamiento; aparte de que, ya desde el principio, se había adquirido los mejores códices y comentarios de la Biblia, manejó también los libros de las sinagogas y los volúmenes de la biblioteca de Cesarea, reunidos por Orígenes y Eusebio, para sacar de la comparación de dichos códices con los suyos la forma original del texto bíblico y su verdadero sentido. Para mejor conseguir esto último, recorrió Palestina en toda su extensión, persuadido como estaba de lo que escribía a Domnión y a Rogaciano: «Más claramente entenderá la Escritura el que haya contemplado con sus ojos la Judea y conozca los restos de las antiguas ciudades y los nombres conservados o cambiados de los distintos lugares. Por ello me he preocupado de realizar este trabajo con los hebreos mejor instruidos, recorriendo la región cuyo nombre resuena en todas las Iglesias de Cristo».
9. Jerónimo, pues, alimentó continuamente su ánimo con aquel manjar suavísimo, explicó las epístolas de San Pablo, enmendó según el texto griego los códices latinos del Antiguo Testamento, tradujo nuevamente casi todos los libros del hebreo al latín, expuso diariamente las Sagradas Letras a los hermanos que junto a él se reunían, contestó las cartas que de todas partes le llegaban proponiéndole cuestiones de la Escritura, refutó duramente a los impugnadores de la unidad y de la doctrina católica; y pudo tanto el amor de la Biblia en él, que no cesó de escribir o dictar hasta que la muerte inmovilizó sus manos y acalló su voz. Así, no perdonando trabajos, ni vigilias, ni gastos, perseveró hasta la extrema vejez meditando día y noche la ley del Señor junto al pesebre de Belén, aprovechando más al nombre católico desde aquella soledad, con el ejemplo de su vida y con sus escritos, que si hubiera consumido su carrera mortal en la capital del mundo, Roma.
10. Saboreados a grandes rasgos la vida y hechos de Jerónimo, vengamos ya, venerables hermanos, a la consideración de su doctrina sobre la dignidad divina y la verdad absoluta de las las crituras. En lo cual, ciertamente, no encontraréis una página en los escritos del Doctor Máximo por donde no aparezca que sostuvo firme y constantemente con la Iglesia católica universal: que los Libros Sagrados, escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y como tales han sido entregados a la Iglesia(18). Afirma, en efecto, que los libros de la Sagrada Biblia fueron compuestos bajo la inspiración, o sugerencia, o insinuación, o incluso dictado del Espíritu Santo; más aún, que fueron escritos y editados por El mismo; sin poner en duda, por otra parte, que cada uno de sus autores, según la naturaleza e ingenio de cada cual, hayan colaborado con la inspiración de Dios. Pues no sólo afirma, en general, lo que a todos los hagiógrafos es común: el haber seguido al Espíritu de Dios al escribir, de tal manera que Dios deba ser considerado como causa principal de todo sentido y de todas las sentencias de la Escritura; sino que, además, considera cuidadosamente lo que es propio de cada uno de ellos. Y así particularmente muestra cómo cada uno de ellos ha usado de sus facultades y fuerzas en la ordenación de las cosas, en la lengua y en el mismo género y forma de decir, de tal manera que de ahí deduce y describe su propia índole y sus singulares notas y características, principalmente de los profetas y del apóstol San Pablo.
11. Esta comunidad de trabajo entre Dios y el hombre para realizar la misma obra, la ilustra Jerónimo con la comparación del artífice que para hacer algo emplea algún órgano o instrumento; pues lo que los escritores sagrados dicen «son palabras de Dios y no suyas, y lo que por boca de ellos dice lo habla Dios como por un instrumento»(19).
Y si preguntamos que de qué manera ha de entenderse este influjo y acción de Dios como causa principal en el hagiógrafo, se ve que no hay diferencia entre las palabras de Jerónimo y la común doctrina católica sobre la inspiración, ya que él sostiene que Dios, con su gracia, aporta a la mente del escritor luz para proponer a los hombres la verdad en nombre de Dios; mueve, además, su voluntad y le impele a escribir; finalmente, le asiste de manera especial y continua hasta que acaba el libro. De aquí principalmente deduce el Santo la suma importancia y dignidad de las Escrituras, cuyo conocimiento compara a un tesoro precioso(20) y a una rica margarita(21), y afirma encontrarse en ellas las riquezas de Cristo(22) y «la plata que adorna la casa de Dios»(23).
12. De tal manera exaltaba con la palabra y el ejemplo la suprema autoridad de las Escrituras, que en cualquier controversia que surgiera recurría a la Biblia como a la más surtida armería, y empleaba para refutar los errores de los adversarios los testimonios de ellas deducidos como los argumentos más sólidos e irrefragables. Así, a Helvidio, que negaba la virginidad perpetua de la Madre de Dios, decía lisa y llanamente: «Así como no negamos esto que está escrito, de igual manera rechazamos lo que no está escrito. Creemos que Dios nació de la Virgen, porque lo leemos(24); no creemos que María tuviera otros hijos después del parto, porque no lo leemos». Y con las mismas armas promete luchar acérrimamente contra Joviniano en favor de la doctrina católica sobre el estado virginal, sobre la perseverancia, sobre la abstinencia y sobre el mérito de las buenas obras: «Contra cada una de sus proposiciones me apoyaré principalmente en los testimonios de las Escrituras, para que no se ande quejando de que se le vence más con la elocuencia que con la verdad»(25). Y en la defensa de sus libros contra el mismo hereje escribe: «Como si hubiera de ser rogado para que se rindiese a mí y no más bien conducido a disgusto y a despecho suyo a la cárcel de la verdad»(26).
13. Sobre la Escritura en general, leemos, en su comentario a Jeremías, que la muerte le impidió terminar: «Ni se ha de seguir el error de los padres o de los antepasados, sino la autoridad de las Escrituras y la voluntad de Dios, que nos enseña»(27). Ved cómo indica a Fabiola la forma y manera de pelear contra los enemigos: «Cuando estés instruido en las Escrituras divinas y sepas que sus leyes y testimonios son ligaduras de la verdad, lucharás con los adversarios, los atarás y llevarás presos a la cautividad y harás hijos de Dios a los en otro tiempo enemigos y cautivos»(28).
14. Ahora bien: San Jerónimo enseña que con la divina inspiración de los libros sagrados y con la suma autoridad de los mismos va necesariamente unida la inmunidad y ausencia de todo error y engaño; lo cual había aprendido en las más célebres escuelas de Occidente y de Oriente, como recibido de los Padres y comúnmente aceptado. Y, en efecto, como, después de comenzada por mandato del pontífice Dámaso la correccíón del Nuevo Testamento, algunos «hombrecillos» le echaran en cara que había intentado «enmendar algunas cosas en los Evangelios contra la autoridad de los mayores y la opinión de todo el mundo», respondió en pocas palabras que no era de mente tan obtusa ni de ignorancia tan crasa que pensara habría en las palabras del Señor algo que corregir o no divinamente inspirado(29). Y, exponiendo la primera visión de Ezequiel sobre los cuatro Evangelios, advierte: «Admitirá que todo el cuerpo y el dorso están llenos de ojos quien haya visto que no hay nada en los Evangelios que no luzca e ilumine con su resplandor el mundo, de tal manera que hasta las cosas consideradas pequeñas y despreciables brillen con la majestad del Espíritu Santo»(30).
15. Y lo que allí afirma de los Evangelios confiesa de las demás «palabras de Dios» en cada uno de sus comentarios, como norma y fundamento de la exégesis católica; y por esta nota de verdad se distingue, según San Jerónimo, el auténtico profeta del falso(31). Porque «las palabras del Señor son verdaderas, y su decir es hacer»(32). Y así, «la Escritura no puede mentir»(33) y no se puede decir que la Escritura engañe(34) ni admitir siquiera en sus palabras el solo error de nombre(35).
16. Añade asimismo el santo Doctor que «considera distintos a los apóstoles de los demás escritores» profanos; «que aquéllos siempre dicen la verdad, y éstos en algunas cosas, como hombres, suelen errar»(36), y aunque en las Escrituras se digan muchas cosas que parecen increíbles, con todo, son verdaderas(37); en esta «palabra de verdad» no se pueden encontrar ni cosas ni sentencias contradictorias entre sí, «nada discrepante, nada diverso»(38), por lo cual, «cuando las Escrituras parezcan entre sí contrarias, lo uno y lo otro es verdadero aunque sea diverso»(39). Estando como estaba firmemente adherido a este principio, si aparecían en los libros sagrados discrepancias, Jerónimo aplicaba todo su cuidado y su inteligencia a resolver la cuestión; y si no consideraba todavía plenamente resuelta la dificultad, volvía de nuevo y con agrado sobre ella cuando se le presentaba ocasión, aunque no siempre con mucha fortuna. Pero nunca acusaba a los hagiógrafos de error ni siquiera levísimo, «porque esto decía es propio de los impíos, de Celso, de Porfirio, de Juliano»(40). En lo cual coincide plenamente con San Agustín, quien, escribiendo al mismo Jerónimo, dice que sólo a los libros sagrados suele conceder la reverencia y el honor de creer firmemente que ninguno de sus autores haya cometido ningún error al escribir, y que, por lo tanto, si encuentra en las Escrituras algo que parezca contrario a la verdad, no piensa eso, sino que o bien el códice está equivocado, o que está mal traducido, o que él no lo ha entendido; y añade: «¡Y no creo que tú, hermano mío, pienses de otro modo; no puedo en manera alguna pensar que tú quieras que se lean tus libros, como los de los profetas y apóstoles, de cuyos escritos sería un crimen dudar que estén exentos de todo error»(41).
17. Con esta doctrina de San Jerónimo se confirma e ilustra maravillosamente lo que nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII dijo declarando solemnemente la antigua y constante fe de la Iglesia sobre la absoluta inmunidad de cualquier error por parte de las Escrituras: «Está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error». Y después de aducir las definiciones de los concilios Florentino y Tridentino, confirmadas por el Vaticano I, añade: «Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura»(42).
18. Aunque estas palabras de nuestro predecesor no dejan ningún lugar a dudas ni a tergiversaciones, es de lamentar, sin embargo, venerables hermanos, que haya habido, no solamente entre los de fuera, sino incluso entre los hijos de la Iglesia católica, más aún y esto atormenta especialmente nuestro espíritu, entre los mismos clérigos y maestros de las sagradas disciplinas, quienes, aferrándose soberbiamente a su propio juicio, hayan abiertamente rechazado u ocultamente impugnado el magisterio de la Iglesia en este punto. Ciertamente aprobamos la intención de aquellos que para librarse y librar a los demás de las dificultades de la Sagrada Biblia buscan, valiéndose de todos los recursos de las ciencias y del arte crítica, nuevos caminos y procedimientos para resolverlas, pero fracasarán lamentablemente en esta empresa si desatienden las directrices de nuestro predecedor y traspasan las barreras y los límites establecidos por los Padres.
19. En estas prescripciones y límites de ninguna manera se mantiene la opinión de aquellos que, distinguiendo entre el elemento primario o religioso de la Escritura y el secundarío o profano, admiten de buen grado que la inspiración afecta a todas las sentencias, más aún, a cada una de las palabras de la Biblia, pero reducen y restringen sus efectos, y sobre todo la inmunidad de error y la absoluta verdad, a sólo el elemento primario o religioso. Según ellos, sólo es intentado y enseñado por Dios lo que se refiere a la religión; y las demás cosas que pertenecen a las disciplinas profanas, y que sólo como vestidura externa de la verdad divina sirven a la doctrina revelada, son simplemente permitidas por Dios y dejadas a la debilidad del escritor. Nada tiene, pues, de particular que en las materias físicas, históricas y otras semejantes se encuentren en la Biblia muchas cosas que no es posible conciliar en modo alguno con los progresos actuales de las ciencias. Hay quienes sostienen que estas opiniones erróneas no contradicen en nada a las prescripciones de nuestro predecesor, el cual declaró que el hagiógrafo, en las cosas naturales, habló según la apariencia externa, sujeta a engaño.
20. Cuán ligera y falsamente se afirme esto, aparece claramente por las palabras del Pontífice. Pues ninguna mancha de error cae sobre las divinas Letras por la apariencia externa de las cosas a la cual muy sabiamente dijo León XIII, siguiendo a San Agustín y a Santo Tomás de Aquino, que había que atender, toda vez que es un axioma de sana filosofía que los sentidos no se engañan en la percepción de esas cosas que constituyen el objeto propio de su conocimiento. Aparte de esto, nuestro predecesor, sin distinguir para nada entre lo que llaman elemento primario y secundario y sin dejar lugar a ambigüedades de ningún género, claramente enseña que está muy lejos de la verdad la opinión de los que piensan «que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho»; e igualmente enseña que la divina inspiración se extiende a todas las partes de la Biblia sin distinción y que no puede darse ningún error en el texto inspirado: «Pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error».
21. Y no discrepan menos de la doctrina de la Iglesia comprobada por el testimonio de San Jerónimo y de los demás Santos Padres los que piensan que las partes históricas de la Escritura no se fundan en la verdad absoluta de los hechos, sino en la que llaman verdad relativa o conforme a la opinión vulgar; y hasta se atreven a deducirlo de las palabras mismas de León XIII, cuando dijo que se podían aplicar a las disciplinas históricas los principios establecidos a propósito de las cosas naturales. Así defienden que los hagiógrafos, como en las cosas físicas hablaron según lo que aparece, de igual manera, desconociendo la realidad de los sucesos, los relataron según constaban por la común opinión del vulgo o por los testimonios falsos de otros y ni indicaron sus fuentes de información ni hicieron suyas las referencias ajenas.
22. ¿Para qué refutar extensamente una cosa tan injuriosa para nuestro predecesor y tan falsa y errónea? ¿Qué comparación cabe entre las cosas naturales y la historia, cuando las descripciones físicas se ciñen a las cosas que aparecen sensiblemente y deben, por lo tanto, concordar con los fenómenos, mientras, por el contrario, es ley primaria en la historia que lo que se escribe debe ser conforme con los sucesos tal como realmente acaecieron? Una vez aceptada la opinión de éstos, ¿cómo podría quedar a salvo aquella verdad inerrante de la narración sagrada que nuestro predecesor a lo largo de toda su encíclica declara deber mantenerse?
23. Y si afirma que se debe aplicar a las demás disciplinas, y especialmente a la historia, lo que tiene lugar en la descripción de fenómenos fisicos, no lo dice en general, sino solamente intenta que empleemos los mismos procedimientos para refutar las falacias de los adversarios y para defender contra sus ataques la veracidad histórica de la Sagrada Escrítura.
24. Y ojalá se pararan aquí los introductores de estas nuevas teorías; porque llegan hasta invocar al Doctor Estridonense en defensa de su opinión, por haber enseñado que la veracidad y el orden de la historia en la Biblia se observa, «no según lo que era, sino según lo que en aquel tiempo se creía», y que tal es precisamente la regla propia de la historia(43). Es de admirar cómo tergiversan en esto, a favor de sus teorías, las palabras de San Jerónimo. Porque ¿quién no ve que San Jerónimo dice, no que el hagiógrafo en la relación de los hechos sucedidos se atenga, como desconocedor de la verdad, a la falsa opinión del vulgo, sino que sigue la manera común de hablar en la imposición de nombres a las personas y a las cosas? Como cuando llama padre de Jesús a San José, de cuya paternidad bien claramente indica todo el contexto de la narración qué es lo que piensa. Y la verdadera ley de la historia para San Jerónimo es que, en estas designaciones, el escritor, salvo cualquier peligro de error, mantenga la manera de hablar usual, ya que el uso tiene fuerza de ley en el lenguaje.
25. ¿Y qué decir cuando nuestro autor propone los hechos narrados en la Biblia al igual que las doctrinas que se deben creer con la fe necesaria para salvarse? Porque en el comentario de la epístola a Filemón se expresa en los siguientes términos: «Y lo que digo es esto: El que cree en Dios Creador, no puede creer si no cree antes en la verdad de las cosas que han sido escritas sobre sus santos». Y después de aducir numerosos ejemplos del Antiguo Testamento, concluye que «el que no creyera en estas y en las demás cosas que han sido escritas sobre los santos no podrá creer en el Dios de los santos»(44).
26. Así pues, San Jerónimo profesa exactamente lo mismo que escribía San Agustín, resumiendo el común sentir de toda la antigüedad cristiana: «Lo que acerca de Henoc, de Elías y de Moisés atestigua la Escritura, situada en la máxima cumbre de la autoridad por los grandes y ciertos testimonios de su veracidad, eso creemos… Lo creemos, pues, nacido de la Virgen María, no porque no pudiera de otra manera existir en carne verdadera y aparecer ante los hombres (como quiso Fausto), sino porque así está escrito en la Escritura, a la cual, si no creyéramos, ni podríamos ser cristianos ni salvarnos»(45).
27. Y no faltan a la Escritura Santa detractores de otro género; hablamos de aquellos que abusan de algunos principios ciertamente rectos si se mantuvieran en sus justos límiteshasta el extremo de socavar los fundamentos de la verdad de la Biblia y destruir la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres. Si hoy viviera San Jerónimo, ciertamente dirigiría contra éstos los acerados dardos de su palabra, al ver que con demasiada facilidad, y de espaldas al sentido y al juicio de la Iglesia, recurren a las llamadas citas implícitas o a las narraciones sólo en apariencia históricas; o bien pretenden que en las Sagradas Letras se encuentren determinados géneros literarios, con los cuales no puede compaginarse la íntegra y perfecta verdad de la palabra divina, o sostienen tales opiniones sobre el origen de los Libros Sagrados, que comprometen y en absoluto destruyen su autoridad.
28. ¿Y qué decir de aquellos que, al explicar los Evangelios, disminuyen la fe humana que se les debe y destruyen la divina? Lo que Nuestro Señor Jesucristo dijo e hizo piensan que no ha llegado hasta nosotros íntegro y sin cambios, como escrito religiosamente para testigos de vista y oído, sino que especialmente por lo que al cuarto Evangelio se refiere en parte proviene de los evangelistas, que inventaron y añadieron muchas cosas por su cuenta, y en parte son referencias de los fieles de la generación posterior; y que, por lo tanto, se contienen en un mismo cauce aguas procedentes de dos fuentes distintas que por ningún indicio cierto se pueden distinguir entre sí. No entendieron así Jerónimo, Agustín y los demás doctores de la Iglesia la autoridad histórica de los Evangelios, de la cual el que vio da testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis(46). Y así, San Jerónimo, después de haber reprendido a los herejes que compusieron los evangelios apócrifos por «haber intentado ordenar una narración más que tejer la verdad de la historia»(47), por el contrario, de las Escrituras canónicas escribe: «A nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las cosas que han sido escritas»(48), coincidiendo una vez más con San Agustín, que, hablando de los Evangelios, dice: «Estas cosas son verdaderas y han sido escritas de El fiel y verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean instruidos en la verdad y no engañados con mentiras»(49).
29. Ya veis, venerables hermanos, con cuánto esfuerzo habéis de luchar para que la insana libertad de opinar, que los Padres huyeron con toda diligencia, sea no menos cuidadosamente evitada por los hijos de la Iglesia. Lo que más fácilmente conseguiréis si persuadiereis a los clérigos y seglares que el Espíritu Santo encomendó a vuestro gobierno, que Jerónimo y los demás Padres de la Iglesia aprendieron esta doctrina sobre los Libros Sagrados en la escuela del mismo divino Maestro, Cristo Jesús.
30. ¿Acaso leemos que el Señor pensara de otra manera sobre la Escritura? En sus palabras escrito está y conviene que se cumpla la Escritura, tenemos el argumento supremo para poner fin a todas las controversias. Pero, deteniéndonos un poco en este asunto, ¿quién desconoce o ha olvidado que el Señor Jesús, en los sermones que tuvo al pueblo, sea en el monte junto al lago de Genesaret, sea en la sinagoga de Nazaret y en su ciudad de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia de su enseñanza y los argumentos para probarla? ¿Acaso no tomó de allí las armas invencibles para la lucha con los fariseos y saduceos? Ya enseñe, ya dispute, de cualquier parte de la Escritura aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera que se deba necesariamente creer en ellos; en este sentido recurre sin distinción a Jonás y a los ninivitas, a la reina de Saba y a Salomón, a Elías y a Eliseo, a David, a Noé, a Lot y a los sodomitas y hasta a la mujer de Lot(50).
31. Y testifica la verdad de los Libros Sagrados, hasta el punto de afirmar solemnemente: Ni una iota ni un ápice pasará de la ley hasta que todo se cumpla (51) y No puede quedar sin cumplimiento la Escritura(52), por lo cual, el que incumpliere uno de estos mandamientos, ¡por pequeño que sea, y lo enseñare así a los hombres, será tenido por el menor en el reino de los cielos(53). Y para que los apóstoles, a los que pronto había de dejar en la tierra, se empaparan de esta doctrina, antes de subir a su Padre, al cielo, les abrió la inteligencia, para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: Porque así está escrito y así convenía que el Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos al tercer día(54). La doctrina, pues, de San Jerónimo acerca de la importancia y de la verdad de la Escritura es, para decirlo en una sola palabra, la doctrina de Cristo. Por lo cual exhortamos vivamente a todos los hijos de la Iglesia, y en especial a los que forman en esta disciplina a los alumnos del altar, a que sigan con ánimo decidido las huellas del Doctor Estridonense; de lo cual se seguirá, sin duda, que estimen este tesoro de las Escrituras como él lo estimó y que perciban de su posesión frutos suavísimos de santidad.
32. Porque tener por guía y maestro al Doctor Máximo no sólo tiene las ventajas que dejamos dichas, sino otras no pocas ni despreciables que queremos brevemente, venerables hermanos, recordar con vosotros. De entrada se ofrece en primer lugar a los ojos de nuestra mente aquel su amor ardentísimo a la Sagrada Biblia que con todo el ejemplo de su vida y con palabras llenas del Espíritu de Dios manifestó Jerónimo y procuró siempre más y más excitar en los ánimos de los fieles: «Ama las Escrituras Santas exhorta a todos en la persona de la virgen Demetríades, y te amará la sabiduría; ámala, y te guardará; hónrala, y te abrazará. Sean éstos tus collares y pendientes»(55).
33. La continua lección de la Escritura y la cuidadosa investigación de cada libro, más aún, de cada frase y de cada palabra, le hizo tener tal familiaridad con el sagrado texto como ningún otro escritor de la antigüedad eclesiástica. A este conocimiento de la Biblia, unido a la agudeza de su ingenio, se debe atribuir que la versión Vulgata, obra de nuestro Doctor, supere en mucho, según el parecer unánime de todos los doctos, a las demás versiones antiguas, por reflejar el arquetipo original con mayor exactitud y elegancia.
34. Dicha Vulgata, que, «recomendada por el largo uso de tantos siglos en la Iglesia», el concilio Tridennno declaró había de ser tenida por auténtica y usada en la enseñanza y en la oración, esperamos ver pronto, si el Señor benignísimo nos concediere la gracia de esta luz, enmendada y restituida a la fe de sus mejores códices; y no dudamos que de este arduo y laborioso esfuerzo, providentemente encomendado a los Padres Benedictinos por nuestro predecesor Pío X, de feliz memoria, se han de seguir nuevas ventajas para la inteligencia de las Escrituras.
35. El amor a las cuales resplandece sobre todo en las cartas de San Jerónimo, de tal manera que parecen tejidas con las mismas palabras divinas; y así como a San Bernardo le resultaba todo insípido si no encontraba el nombre dulcísimo de Jesús, de igual manera nuestro santo no encontraba deleite en las cartas que no estuvieran iluminadas por las Escrituras. Por lo cual escribía ingenuamente a San Paulino, varón en otro tiempo distinguido por su dignidad senatorial y consular, y poco antes convertido a la fe de Cristo: «Si tuvieres este fundamento (esto es, la ciencia de las Escrituras), más aún, si te guiara la mano en tus obras, no habría nada más bello, más docto ni más latino que tus volúmenes… Si a esta tu prudencia y elocuencia se uniera la afición e inteligencia de las Escrituras, pronto te vería ocupar el primer puesto entre los maestros…»(56).
36. Mas por qué camino y de qué modo se deba buscar con esperanza cierta de buen éxito este gran tesoro concedido por el Padre celestial para consuelo de sus hijos peregrinantes, lo indica el mismo Jerónimo con su ejemplo. En primer lugar advierte que llevemos a estos estudios una preparación diligente y una voluntad bien dispuesta. El, pues, una vez bautizado, para remover todos los obstáculos externos que podían retardarle en su santo propósito, imitando a aquel hombre que habiendo hallado un tesoro, por la alegría del hallazgo va y vende todo lo que tiene y compra el campo(57), dejó a un lado las delicias pasajeras y vanas de este mundo, deseó vivamente la soledad y abrazó una forma severa de vida con tanto mayor afán cuanto más claramente había experimentado antes que estaba en peligro su salvación entre los incentivos de los vicios. Con todo, quitados estos impedimentos, todavía le faltaba aplicar su ánimo a la ciencia de Jesucristo y revestirse de aquel que es manso y humilde de corazón, puesto que había experimentado en sí lo que Agustín asegura que le pasó cuando empezó los estudios de las Sagradas Letras. El cual, habiéndose sumergido de joven en los escritos de Cicerón y otros, cuando aplicó su ánimo a la Escritura Santa, «me pareció dice indigna de ser comparada con la dignidad de Tulio. Mi soberbia rehusaba su sencillez, y mi agudeza no penetraba sus interioridades. Y es que ella crece con los pequeños, y yo desdeñaba ser pequeño y, engreído con el fausto, me creía grande»(58). No de otro modo Jerónimo, aunque se había retirado a la soledad, de tal manera se deleitaba con las obras profanas, que todavía no descubría al Cristo humilde en la humildad de la Escritura. «Y así, miserable de mí dice, ayunaba por leer a Tulio. Después de frecuentes vigilias nocturnas, después de las lágrimas que el recurso de mis pecados pasados arrancaba a mis entrañas, se me venía Plauto a las manos. Si alguna vez, volviendo en mí, comenzaba a leer a los profetas, me horrorizaba su dicción inculta, y, porque con mis ojos ciegos no veía la luz, pensaba que era culpa del sol y no de los ojos»(59). Pero pronto amó la locura de la cruz, de tal manera que puede ser testimonio de cuánto sirva para la inteligencia de la Biblia la humilde y piadosa disposición del ánimo.
37. Y así, persuadido de que «siempre en la exposición de las Sagradas Escrituras necesitamos de la venida del Espíritu Santo» 6° y de que la Escritura no se puede leer ni entender de otra manera de como «lo exige el sentido del Espíritu Santo con que fue escrita»(60), el santo varón de Dios implora suplicante, valiéndose también de las oraciones de sus amigos, las luces del Paráclito; y leemos que encomendaba las explicaciones de los libros sagrados que empezaba, y atribuía las que acababa felizmente, al auxilio de Dios y a las oraciones de los hermanos.
38. Además, de igual manera que a la gracia de Dios, se somete también a la autoridad de los mayores, hasta llegar a afirmar que «lo que sabía no lo había aprendido de sí mismo, ya que la presunción es el peor maestro, sino de los ilustres Padres de la Iglesia»(62); confiesa que «en los libros divinos no se ha fiado nunca de sus propias fuerzas»(63), y a Teófilo, obispo de Alejandría, expone así la norma a la cual había ajustado su vida y sus estudios: «Ten para ti que nada debe haber para nosotros tan sagrado como salvaguardar los derechos del cristiano, no cambiar el sentido de los Padres y tener siempre presente la fe romana, cuyo elogio hizo el Apóstol»(64).
39. Con toda el alma se entrega y somete a la Iglesia, maestra suprema, en la persona de los romanos pontífices; y así, desde el desierto de Siria, donde le acosaban las insidias de los herejes, deseando someter a la Sede Apostólica la controversia de los orientales sobre el misterio de la Santísima Trinidad, escribía al papa Dámaso: «Me ha parecido conveniente consultar a la cátedra de Pedro y a la fe elogiada por el Apóstol, buscando hoy el alimento de mi alma allí donde en otro tiempo recibí la librea de Cristo… Porque no quiero tener otro guía que a Cristo, me mantengo en estrecha comunión con Vuestra Santidad, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé muy bien que sobre esta piedra está fundada la Iglesia… Declarad vuestro pensamiento: si os agrada, no temeré admitir las tres hipóstasis; si lo ordenáis, aceptaré que una fe nueva reemplace a la de Nicea y que seamos ortodoxos con las mismas fórmulas de los arrianos»(65). Por último, en la carta siguiente renueva esta maravillosa confesión de fe: «Entretanto, protesto en alta voz: El que está unido a la cátedra de Pedro, está conmigo»(66).
40. Siempre fiel a esta regla de fe en el estudio de las Escrituras, rechaza con este único argumento cualquier falsa interpretación del sagrado texto: «Esto no lo admite la Iglesia de Dios»(67), y con estas breves palabras rechaza el libro apócrifo que contra él había aducido el hereje Vigilancio: «Ese libro no lo he leído jamás. ¿Para qué, si la Iglesia no lo admite?»(68)
41. A fuer de hombre celoso en defender la integridad de la fe, luchó denodadamente con los que se habían apartado de la Iglesia, a los cuales consideraba como adversarios propios: «Responderé brevemente que jamás he perdonado a los herejes y que he puesto todo mi empeño en hacer de los enemigos de la Iglesia mis propios enemigos personales»(69). Y en carta a Rufino: «Hay un punto sobre el cual no podré estar de acuerdo contigo: que, transigiendo con los herejes, pueda aparecer no católico»(70). Sin embargo, condolido por la defección de éstos, les suplicaba que hicieran por volver al regazo de la Madre afligida, única fuente de salvación(71), y rezaba por «los que habían salido de la Iglesia y, abandonando la doctrina del Espíritu Santo, seguían su propio parecer», para que de todo corazón se convirtieran(72).
42. Si alguna vez fue necesario, venerables hermanos, que todos los clérigos y el pueblo fiel se ajusten al espíritu del Doctor Máximo, nunca rnás necesario que en nuestra época, en que tantos se levantan con orgullosa terquedad contra la soberana autoridad de la revelación divina y del magisterio de la Iglesia. Sabéis, en efecto y ya León XIII nos lo advertía, qué clase de enemigos tenemos enfrente y en qué procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza. Es, pues, de todo punto necesario que suscitéis para esta empresa cuantos más y mejor preparados defensores, que no sólo estén dispuestos a luchar contra quienes, negando todo orden sobrenatural, no reconocen ni revelación ni inspiración divina, sino a medirse con quienes, ávidos de novedades profanas, se atreven a interpretar las Sagradas Escrituras como un libro puramente humano, o se desvían del sentir recibido en la Iglesia desde la más remota antigüedad, o hasta tal punto desprecian su magisterio que desdeñan las constituciones de la Sede Apostólica y los decretos de la Pontificia Comisión Bíblica, o los silencian e incluso los acomodan a su propio sentir con engaño y descaro. Ojalá todos los católicos se atengan a la regla de oro del santo Doctor y, obedientes al mandato de su Madre, se mantengan humildemente dentro de los límites señalados por los Padres y aprobados por la Iglesia.
43. Pero volvamos a nuestro asunto. Así preparados los espíritus con la piedad y humildad, Jerónimo los invita al estudio de la Biblia. Y antes que nada recomienda incansablemente a todos la lectura cotidiana de la palabra divina: «Entrará en nosotros la sabiduría si nuestro cuerpo no está sometido al pecado; cultivemos nuestra inteligencia mediante la lectura cotidiana de los libros santos»(73). Y en su comentario a la carta a los Efesios: «Debemos, pues, con el mayor ardor, leer las Escrituras y meditar de día y de noche en la ley del Señor, para que, como expertos cambistas, sepamos distinguir cuál es el buen metal y cuál el falso»(74). Ni exime de esta común obligación a las mujeres casadas o solteras. A la matrona romana Leta propone sobre la educación de su hija, entre otros consejos, los siguientes: «Tómale de memoria cada día el trozo señalado de las Escrituras…; que prefiera los libros divinos a las alhajas y sedas… Aprenda lo primero el Salterio, gócese con estos cánticos e instrúyase para la vida en los Proverbios de Salomón. Acostúmbrese con la lectura del Eclesiástico a pisotear las vanidades mundanas. Imite los ejemplos de paciencia y de virtud de Job. Pase después a los Evangelios, para nunca dejarlos de la mano. Embébase con todo afán en los Hechos y en las Epístolas de los Apóstoles. Y cuando haya enriquecido la celda de su pecho con todos estos tesoros, aprenda de memoria los Profetas, y el Heptateuco, y los libros de los Reyes, y los Paralipómenos, y los volúmenes de Esdras y de Ester, para que, finalmente, pueda leer sin peligro el Cantar de los Cantares»(75). Y de la misma manera exhorta a la virgen Eustoquio: «Sé muy asidua en la lectura y aprende lo más posible. Que te coja el sueño con el libro en la mano y que tu rostro, al rendirse, caiga sobre la página santa»(76). Y, al enviarle el epitafio de su madre Paula, elogiaba a esta santa mujer por haberse consagrado con su hija al estudio de las Escrituras, de tal manera que las conocía profundamente y las sabía de memoria. Y añade: «Diré otra cosa que acaso a los envidiosos parecerá increíble: se propuso aprender la lengua hebrea, que sólo parcialmente y con muchos trabajos y sudores aprendí yo de joven y no me canso de repasar ahora para no olvidarla, y de tal manera lo consiguió, que llegó a cantar los Salmos en hebreo sin acento latino alguno. Esto mismo puede verse hoy en su santa hija Eustoquio»(77). Ni olvida a Santa Marcela, que también dominaba perfectamente las Escrituras(78).
44. ¿quién no ve las ventajas y goces que en la piadosa lectura de los libros santos liban las almas bien dispuestas? Todo el que a la Biblia se acercare con espíritu piadoso, fe firme, ánimo humilde y sincero deseo de aprovechar, encontrará en ella y podrá gustar el pan que bajó de los cielos y experimentará en sí lo que dijo David: Me has manifestado los secretos y misterios de tu sabiduría(79), dado que esta mesa de la divina palabra «contiene la doctrina santa, enseña la fe verdadera e introduce con seguridad hasta el interior del velo, donde está el Santo de los Santos»(80).
45. Por lo que a Nos se refiere, venerables hermanos, a imitación de San Jerónimo, jamás cesaremos de exhortar a todos los fieles cristianos para que lean diariamente sobre todo los santos Evangelios de Nuestro Señor y los Hechos y Epístolas de los Apóstoles, tratando de convertirlos en savia de su espíritu y en sangre de sus venas.
46. Y así, en estas solemnidades centenarias, nuestro pensamiento se dirige espontáneamente a la Sociedad que se honra con el nombre de San Jerónimo; tanto más cuanto que Nos mismo tuvimos parte en los principios y en el desarrollo de la obra, cuyos pasados progresos hemos visto con gozo y auguramos mayores para lo porvenir. Bien sabéis, venerables hermanos, que el propósito de esta Sociedad es divulgar lo más posible los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, de tal manera que ninguna familia carezca de ellos y todos se acostumbren a su diaria lectura y meditación. Deseamos ardientemente que esta obra, tan querida por su bien demostrada utilidad, se propague y difunda en vuestra diócesis con la creación de sociedades del mismo nombre y fin agregadas a la de Roma.
47. En este mismo orden de cosas, resultan muy beneméritos de la causa católica aquellos que en las diversas regiones han procurado y siguen procurando editar en formato cómodo y claro y divulgar con la mayor diligencia todos los libros del Nuevo Testamento y algunos escogidos del Antiguo; cosa que ha producido abundancia de frutos en la Iglesia de Dios, siendo hoy muchos más los que se acercan a esta mesa de doctrina celestial que el Señor proporcionó al mundo cristiano por medio de sus profetas, apóstoles y doctores(81).
48. Mas, si en todos los fieles requiere San Jerónimo afición a los libros sagrados, de manera especial exige esto en los que «han puesto sobre su cuello el yugo de Cristo» y fueron llamados por Dios a la predicación de la palabra divina. Con estas palabras se dirige a todos los clérigos en la persona del monje Rústico: «Mientras estés en tu patria, haz de tu celda un paraíso; coge los frutos variados de las Escrituras, saborea sus delicias y goza de su abrazo… Nunca caiga de tus manos ni se aparte de tus ojos el libro sagrado; apréndete el Salterio palabra por palabra, ora sin descanso, vigila tus sentidos y ciérralos a los vanos pensamientos»(82). Y al presbítero Nepociano advierte: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún, que la santa lectura no se aparte jamás de tus manos. Aprende allí lo que has de enseñar. Procura conseguir la palabra fiel que se ajusta a la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina sana y argüir a los contradictores»(83). Y después de haber recordado a San Paulino las normas que San Pablo diera a sus discípulos Timoteo y Tito sobre el estudio de las Escrituras, añade: «Porque la santa rusticidad sólo aprovecha al que la posee, y tanto como edifica a la Iglesia de Cristo con el mérito de su vida, otro tanto la perjudica si no resiste a los contradictores. Dice el profeta Malaquías, o mejor, el Señor por Malaquías: Pregunta a los sacerdotes la ley. Forma parte del excelente oficio del sacerdote responder sobre la ley cuando se le pregunte. Leemos en el Deuteronomio: Pregunta a tu padre, y te indicará; a tus presbíteros, y te dirán. Y Daniel, al final de su santísima visión, dice que los justos brillarán como las estrellas, y los inteligentes, es decir, los doctos, como el firmamento. ¿Ves cuánto distan entre sí la santa rusticidad y la docta santidad? Aquéllos son comparados con las estrellas, y éstos, con el cielo»(84). En carta a Marcela vuelve a atacar irónicamente esta santa rusticidad de algunos clérigos: «La consideran como la única santidad, declarándose discípulos de pescadores, como si pudieran ser santos por el solo hecho de no saber nada»(85). Pero advierte que no sólo estos rústicos, sino incluso los clérigos literatos pecaban de la misma ignorancia de las Escrituras, y en términos severísimos inculca a los sacerdotes el asiduo contacto con los libros santos.
49. Procurad con sumo empeño, venerables hermanos, que estas enseñanzas del santo Doctor se graben cada vez más hondamente en las mentes de vuestros clérigos y sacerdotes; a vosotros os toca sobre todo llamarles cuidadosamente la atención sobre lo que de ellos exige la dignidad del oficio divino al que han sido elevados, si no quieren mostrarse indignos de él: Porque los labios del sacerdote custodiarán la ciencia, y de su boca se buscará la ley, porque es el ángel del Señor de los ejércitos(86). Sepan, pues, que ni deben abandonar el estudio de las Escrituras ni abordarlo por otro camino que el señalado expresamente por León XIII en su encíclica Providentissimus Deus. Lo mejor será que frecuenten el Pontificio Instituto Bíblico, que, según los deseos de León XIII, fundó nuestro próximo predecesor con gran provecho para la santa Iglesia, como consta por la experiencia de estos diez años. Mas, como esto será imposible a la mayoría, es de desear que, a instigación vuestra y bajo vuestos auspicios, vengan a Roma miembros escogidos de uno y otro clero para dedicarse a los estudios bíblicos en nuestro Instituto. Los que vinieren podrán de diversas maneras aprovechar las lecciones del Instituto. Unos, según el fin principal de este gran Liceo, de tal manera profundizarán en los estudios bíblicos, que «puedan luego explicarlos tanto en privado como en público, escribiendo o enseñando…, y sean aptos para defender su dignidad, bien como profesores en las escuelas, bien como escritores en pro de la verdad católica»(87), y otros, que ya se hubieren iniciado en el sagrado ministerio, podrán adquirir un conocimiento más amplio que en el curso teológico de la Sagrada Escritura, de sus grandes intérpretes y de los tiempos y lugares bíblicos; conocimiento preferentemente práctico, que los haga perfectos administradores de la palabra divina, preparados para toda obra buena(88).
50. Aquí tenéis, venerables hermanos, según el ejemplo y la autoridad de San Jerónimo, de qué virtudes debe estar adornado el que se consagra a la lectura y al estudio de la Biblia; oigámosle ahora hacia dónde debe dirigirse y qué debe pretender el conocimiento de las Sagradas Letras. Ante todo se debe buscar en estas páginas el alimento que sustente la vida del espíritu hasta la perfección; por ello, San Jerónimo acostumbraba meditar en la ley del Señor de día y de noche y gustar en las Santas Escrituras el pan del cielo y el maná celestial que tiene en sí todo deleite(89). ¿Cómo puede nuestra alma vivir sin este manjar? ¿Y cómo enseñarán los eclesiásticos a los demás el camino de la salvación si, abandonando la meditación de las Escrituras, no se enseñan a sí mismos? ¿Cómo espera ser en la administración de los sacramentos «guía de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, preceptor de rudos, maestro de niños y hombre que tiene en la ley la norma de la ciencia y de la verdad»(90), si se niega a escudriñar esta ciencia de la ley y cierra la puerta a la luz de lo alto? ¡Cuántos ministros sagrados, por haber descuidado la lectura de la Biblia, se mueren ellos mismos y dejan perecer a otros muchos de hambre, según lo que está escrito: Los niños pidieron pan, y no había quien se lo partiera(91). Está desolada la tierra entera porque no hay quien piense en su corazón(92).
51. De la Escritura han de salir, en segundo lugar, cuando sea necesario, los argumentos para ilustrar, confirmar y defender los dogmas de nuestra fe. Que fue lo que él hizo admirablemente en su lucha contra los herejes de su tiempo; todas sus obras manifiestan claramente cuán afiladas y sólidas armas sacaba de los distintos pasajes de la Escritura para refutarlos. Si nuestros expositores de las Escrituras le imitan en esto, se conseguirá, sin duda, lo que nuestro predecesor en sus letras encíclicas Providentissimus Deus declaraba «deseable y necesario en extremo»: que «el uso de la Sagrada Escritura influya en toda la ciencia teológica y sea como su alma».
52. Por último, el uso más importante de la Escritura es el que dice relación con el santo y fructuoso ejercicio del ministerio de la divina palabra. Y aquí nos place corroborar con las palabras del Doctor Máximo las enseñanzas que sobre la predicación de la palabra divina dimos en nuestras letras encíclicas Humani generis. Si el insigne exegeta recomienda tan severa y frecuentemente a los sacerdotes la continua lectura de las Sagradas Letras, es sobre todo para que puedan dignamente ejercer su oficio de enseñar y predicar. Su palabra no tendría ni autoridad, ni peso, ni eficacia para formar las almas si no estuviera informada por la Sagrada Escritura y no recibiese de ella su fuerza y su vigor. «La palabra del sacerdote ha de estar condimentada con la lectura de las Escrituras»(93). Porque «todo lo que se dice en las Escrituras es como una trompeta que amenaza y penetra con voz potente en los oídos de los fieles»(94). «Nada conmueve tanto como un ejemplo sacado de las Escrituras Santas»(95).
53. Y lo que el santo Doctor enseña sobre las reglas que deben guardarse en el empleo de la Biblia, aunque también se refieren en gran parte a los intérpretes, pero miran sobre todo a los sacerdotes en la predicación de la divina palabra. Advierte en primer lugar que consideremos diligentemente las mismas palabras de la Escritura, para que conste con certeza qué dijo el autor sagrado. Pues nadie ignora que San Jerónimo, cuando era necesario, solía acudir al texto original, comparar una versión con otra, examinar la fuerza de las palabras, y, si se había introducido algún error, buscar sus causas, para quitar toda sombra de duda a la lección. A continuación se debe buscar la significación y el contenido que encierran las palabras, porque «al que estudia las Escrituras Santas no le son tan necesarias las palabras como el sentido»(96). En la búsqueda de este sentido no podemos negar que San Jerónimo, imitando a los doctores latinos y a algunos de entre los griegos de los tiempos antiguos, concedió más de lo justo en un principio a las interpretaciones alegóricas. Pero el amor que profesaba a los Libros Sagrados, y su continuo esfuerzo por repasarlos y comprenderlos mejor, hizo que cada día creciera en él la recta estimación del sentido literal y que expusiera sobre este punto principios sanos; los cuales, por constituir todavía hoy el camino más seguro para sacar el sentido pleno de los Libros Sagrados, expondremos brevemente.
54. Debemos, ante todo, fijar nuestra atención en la interpretación literal o histórica: «Advierto siempre al prudente lector que no se contente con interpretaciones supersticiosas que se hacen aisladamente según el arbitrio de los que las inventan, sino que considere lo primero, lo del medio y lo del fin, y que relacione todo lo que ha sido escrito»(97). Añade que toda otra forma de interpretación se apoya, como en su fundamento, en el sentido literal(98), que ni siquiera debe creerse que no existe cuando algo se afirma metafóricamente; porque «frecuentemente la historia se teje con metáforas y se afirma bajo imágenes»(99). Y a los que opinan que nuestro Doctor negaba en algunos lugares de la Escritura el sentido histórico, los refuta él mismo con estas palabras: «No negamos la historia, sino que preferimos la inteligencia espiritual»(100).
55. Puesta a salvo la significación literal o histórica, busca sentidos más internos y profundos, para alimentar su espíritu con manjar más escogido; enseña a propósito del libro de los Proverbios, y lo mismo advierte frecuentemente de las otras partes de la Escritura, que no debemos pararnos en el solo sentido literal, «sino buscar en lo más hondo el sentido divino, como se busca en la tierra el oro, en la nuez el núcleo y en los punzantes erizos el fruto escondido de las castañas»(101). Por ello, enseñando a San Paulino «por qué camino se debe andar en las Escrituras Santas», le dice: «Todo lo que leemos en los libros divinos resplandece y brilla aun en la corteza, pero es más dulce en la médula. Quien quiere comer la nuez, rompe su cáscara»(102). Advierte, sin embargo, cuando se trata de buscar este sentido interior, que se haga con moderación, «no sea que, mientras buscamos las riquezas espirituales, parezca que despreciamos la pobreza de la historia»(103). Y así desaprueba no pocas interpretaciones místicas de los escritores antiguos precisamente porque no se apoyan en el sentido literal: «Que todas aquellas promesas cantadas por los profetas no sean sonidos vacíos o simples términos de retórica, sino que se funden en la tierra y sólo sobre el cimiento de la historia levanten la cumbre de la inteligencia espiritual»(104). Prudentemente observa a este respecto que no se deben abandonar las huellas de Cristo y de los apóstoles, los cuales, aunque consideran el Antiguo Testamento como preparación y sombra de la Nueva Alianza y, consiguientemente, interpretan muchos pasajes típicamente, no por eso lo reducen todo a significaciones típicas. Y, para confirmarlo, apela frecuentemente al apóstol San Pablo, quien, por ejemplo, «al exponer los misterios de Adán y Eva, no niega su creación, sino que, edificando la inteligencia espiritual sobre el fundamento de la historia, dice: Por esto dejará el hombre, etc.(105). Si los intérpretes de las Sagradas Letras y los predicadores de la palabra divina, siguiendo el ejemplo de Cristo y de los apóstoles y obedeciendo a los consejos de León XIII, no despreciaren «las interpretaciones alegóricas o análogas que dieron los Padres, sobre todo cuando fluyen de la letra y se apoyan en la autoridad de muchos», sino que modestamente se levantaren de la interpretación literal a otras más altas, experimentarán con San Jerónimo la verdad del dicho de Pablo: «Toda la Sagrada Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir y para instruir en la santidad»(106), y obtendrán del infinito tesoro de las Escrituras abundancia de ejemplos y palabras con que orientar eficaz y suavemente la vida y las costumbres de los fieles hacia la santidad.
56. Por lo que se refiere a la manera de exponer y de expresarse, dado que entre los dispensadores de los misterios de Dios se busca sobre todo la fidelidad, establece San Jerónimo que se debe mantener antes que nada «la verdad de la interpretación», y que «el deber del comentarista es exponer no lo que él quisiera, sino lo que pensaba aquel a quien interpreta»(107) y añade que «hablar en la Iglesia tiene el grave peligro de convertir, por una mala interpretación, el Evangelio de Cristo en evangelio de un hombre»(108). En segundo lugar, «en la exposición de las Santas Escrituras no interesan las palabras rebuscadas ni las flores de la retórica, sino la instrucción y sencillez de la verdad»(109). Habiéndose ajustado en sus escritos a esta norma, declara en sus comentarios haber procurado, no que sus palabras «fueran alabadas, sino que las bien dichas por otro se entendieran como habían sido dichas»(110); y que en la exposición de la palabra divina se requiere un estilo que «sin amaneramientos… exponga el asunto, explique el sentido y aclare las oscuridades sin follaje de palabras rebuscadas»(111).
57. Plácenos aquí reproducir algunos pasajes de Jerónimo por los cuales aparece claramente cuánto aborrecía él la elocuencia propia de los retóricos, que con el vacío estrépito de las palabras y con la rapidez en el hablar busca los vanos aplausos. «No me gusta que seas dice al presbítero Nepociano un declamador y charlatán, sino hombre enterado del misterio y muy versado en los secretos de tu Dios. Atropellar las palabras y suscitar la admiración del vulgo ignorante con la rapidez en el hablar es de tontos»(112). «Los que hoy se ordenan de entre los literatos se preocupan no de asimilarse la médula de las Escrituras, sino de halagar los oídos de la multitud con flores de retórica»(113). «Y nada digo de aquellos que, a semejanza mía, si de casualidad llegaron a las Escrituras Santas después de haber frecuentado las letras profanas y lograron agradar el oído de la muchedumbre con su estilo florido, ya piensan que todo lo que dicen es ley de Dios, y no se dignan averiguar qué pensarán los profetas y los apóstoles, sino que adaptan a su sentir testimonios incongruentes; como si fuera grande elocuencia, y no la peor de todas, falsificar los textos y violentar la Escritura a su capricho»(114). «Y es que, faltándoles el verdadero apoyo de las Escrituras, su verborrea no tendría autoridad si no intentaran corroborar con testimonios divinos la falsedad de su doctrina»(115). Mas esta elocuencia charlatana e ignorancia locuaz «no tiene mordiente, ni vivacidad, ni vida; todo es algo desnutrido, marchito y flojo, semillero de plantas y hierbas, que muy pronto se secan y corrompen»; por el contrario, la sencilla doctrina del Evangelio, semejante al pequeño grano de mostaza, «no se convierte en planta, síno que se hace árbol, de manera que los pájaros del cielo vengan y habiten en sus ramas»(116). Por eso él buscaba en todo esta santa sencillez del lenguaje, que no está reñida con la clarídad y elegancia no buscada: «Sean otros oradores, obtengan las alabanzas que tanto ansían y atropellen los torrentes de palabras con los carrillos hinchados; a mí me basta hablar de manera que sea entendido y que, explicando las Escrituras, imite su sencillez»(117). Porque «la interpretación de los eclesiásticos, sin renunciar a la elegancia en el decir, debe disimularla y evitarla de tal manera que pueda ser entendida no por la vanas escuelas de los filósofos o por pocos discípulos, sino por toda clase de hombres»(118). Si los jóvenes sacerdotes pusieren en práctica estos consejos y preceptos y los mayores cuidaran de tenerlos siempre presentes, tenemos la seguridad de que su ministerio sería muy provechoso a las almas de los fieles.
58. Réstanos por recordar, venerables hermanos, los «dulces frutos» que «de la amarga semilla de las letras» obtuvo Jerónimo, en la esperanza de que, a imitación suya, los sacerdotes y fieles encomendados a vuestros cuidados se han de inflamar en el deseo de conocer y experimentar la saludable virtud del sagrado texto. Preferimos que conozcáis las abundantes y exquisitas delicias que llenaban el alma del piadoso anacoreta, más que por nuestras palabras, por las suyas propias. Escuchad cómo habla de esta sagrada ciencia a Paulino, su «colega, compañero y amigo»: «Dime, hermano queridísimo, ¿no te parece que vivir entre estos misterios, meditar en ellos, no querer saber ni buscar otra cosa, es ya el paraíso en la tierra?»(119) Y a su discípula Paula pregunta: «Dime, ¿hay algo más santo que este misterio? ¿Hay algo más agradable que este deleite? ¿Qué manjares o qué mieles más dulces que conocer los designios de Dios, entrar en su santuario, penetrar el pensamiento del Creador y enseñar las palabras de tu Señor, de las cuales se ríen los sabios de este mundo, pero que están llenas de sabiduría espiritual? Guarden otros para sí sus riquezas, beban en vasos preciosos, engalánense con sedas, deléitense en los aplausos de la multitud, sin que la variedad de placeres logre agotar sus tesoros; nuestras delicias serán meditar de día y de noche en la ley del Señor, llamar a la puerta cerrada, gustar los panes de la Trinidad y andar detrás del Señor sobre las olas del mundo»(120). Y nuevamente a Paula y a su hija Eustoquio en el comentario a la epístola a los Efesios: «Si hay algo, Paula y Eustoquio, que mantenga al sabio en esta vida y le anime a conservar el equilibrio entre las tribulaciones y torbellinos del mundo, yo creo que es ante todo la meditación y la ciencia de las Escrituras»(121). Porque así lo hacía él, disfrutó de la paz y de la alegría del corazón en medio de grandes tristezas de ánimo y enfermedades del cuerpo; alegría que no se fundaba en vanos y ociosos deleites, sino que, procediendo de la caridad, se transformaba en caridad activa para con la Iglesia de Dios, a la cual fue confiada por el Señor la custodia de la palabra divina.
59. En las Sagradas Letras de uno y otro Testamento leía frecuentemente predicadas las alabanzas de la Iglesia de Dios. ¿Acaso no representaban la figura de esta Esposa de Cristo y todas y cada una de las ilustres y santas mujeres que ocupan lugar preferente en el Antiguo Testamento? El sacerdocio y los sacrificios, las instituciones y las fiestas y casi todos los hechos del Antiguo Testamento, ¿no eran acaso la sombra de esta Iglesia? ¿Y el ver tantas predicciones de los Salmos y de los Profetas divinamente cumplidas en la Iglesia? ¿Acaso no había oído él en boca de Cristo y de los apóstoles los mayores privilegios de la misma? ¿Qué cosa podía, pues, excitar diariamente en el ánimo de Jerónimo mayor amor a la Esposa de Cristo que el conocimiento de las Escrituras? Ya hemos visto, venerables hermanos, la gran reverencia y ardiente amor que profesaba a la Iglesia romana y a la cátedra de Pedro; hemos visto con cuánto ardor impugnaba a los adversarios de la Iglesia. Alabando a su joven compañero Agustín, empeñado en la misma batalla, y felicitándose por haber suscitado juntamente con él la envidia de los herejes, le dice: «¡Gloria a ti por tu valor! El mundo entero te admira. Los católicos te veneran y reconocen como el restaurador de la antigua fe, y lo que es timbre de mayor gloria todavía todos los herejes te aborrecen y te persiguen con igual odio que a mí, suspirando por matarnos con el deseo, ya que no pueden con las armas»(122). Maravillosamente confirma esto Postumiano en las obras de Sulpicio Severo, diciendo de Jerónimo: «Una lucha constante y un duelo ininterrumpido contra los malos le ha granjeado el odio de los perversos. Le odian los herejes porque no cesa de impugnarlos; le odian los clérigos porque ataca su mala vida y sus crímenes. Pero todos los hombres buenos lo admiran y quieren»(122). Por este odio de los herejes y de los malos hubo de sufrir Jerónimo muchas contrariedades, especialmente cuando los pelagianos asaltaron el convento de Belén y lo saquearon; pero soportó gustoso todos los malos tratos y los ultrajes, sin decaer de ánimo, pronto como estaba para morir por la defensa de la fe cristiana. «Mi mayor gozo escribe a Apronio es oír que mis hijos combaten por Cristo; que aquel en quien hemos creído fortalezca en nosotros este celo valeroso para que demos gustosamente la sangre por defender su fe… Nuestra casa, completamente arruinada en cuanto a bienes materiales por las persecuciones de los herejes, está llena de riquezas espirituales por la bondad de Cristo. Más vale comer sólo pan que perder la fe»(124).
60. Y si jamás permitió que el error se extendiera impunemente, no puso menor celo en condenar, con su enérgico modo de hablar, la corrupción de costumbres, deseando, en la medida de sus fuerzas, presentar a Cristo una Esposa gloriosa, sin mancha ni arruga ni nada semejante, sino santa e inmaculada(125). ¡Cuán duramente reprende a los que profanaban con una vida culpable la dignidad sacerdotal! ¡Con qué elocuencia condena las costumbres paganas que en gran parte inficionaban a la misma ciudad de Roma! Para contener por todos los medios aquel desbordamiento de todos los vicios y crímenes, les opone la excelencia y hermosura de las virtudes cristianas, convencido de que nada puede tanto para apartar del mal como el amor de las cosas más puras; reclama insistentemente para la juventud una educación piadosa y honesta; exhorta con graves consejos a los esposos a llevar una vida pura y santa; insinúa en las almas más delicadas el amor a la virginidad; tributa todo género de elogios a la dificil, pero suave austeridad de la vida interior; urge con todas sus fuerzas aquel primer precepto de la religión cristiana el precepto de la caridad unida al trabajo, con cuya observancia la soledad humana pasaría felizmente de las actuales perturbaciones a la tranquilidad del orden. Hablando de la caridad, dice hermosamente a San Paulino: «El verdadero templo de Cristo es el alma del creyente: adórnala, vístela, ofrécele tus dones, recibe a Cristo en ella. ¿De qué sirve que resplandezcan sus muros con piedras preciosas, si Cristo en el pobre se muere de hambre?»(126). En cuanto a la ley del trabajo, la inculcaba a todos con tanto ardor, no sólo en sus escritos, sino con el ejemplo de toda su vida, que Postumiano, después de haber vivido con Jerónimo en Belén durante seis meses, testifica en la obra de Sulpicio Severo: «Siempre se le encuentra dedicado a la lectura, siempre sumergido en los libros; no descansa de día ni de noche; constantemente lee o escribe»(127). Por lo demás, su gran amor a la Iglesia aparece también en sus comentarios, en los que no desaprovecha ocasión para alabar a la Esposa de Cristo. Así, por ejemplo, leemos en la exposición del profeta Ageo: «Vino lo más escogido de todas las gentes y se llenó de gloria la casa del Señor, que es la Iglesia de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad… Con estos metales preciosos, la Iglesia del Señor resulta más esplendorosa que la antigua sinagoga; con estas piedras vivas está construida la casa de Cristo, a la cual se concede una paz eterna»(128). Y en el comentario a Miqueas: «Venid, subamos al monte del Señor; es preciso subir para poder llegar a Cristo y a la casa del Dios de Jacob, la Iglesia, que es la casa de Dios, columna y firmamento de la verdad»(129). Y añade en el proemio del comentario a San Mateo: «La Iglesia ha sido asentada sobre piedra por la palabra del Señor; ésta es la que el Rey introdujo en su habitación y a quien tendió su mano por la abertura de una secreta entrada»(130).
61. Como en los últimos pasajes que hemos citado, así otras muchas veces nuestro Doctor exalta la íntima unión de Jesús con la Iglesia. Como no puede estar la cabeza separada del cuerpo místico, así con el amor a la Iglesia ha de ir necesariamente unido el amor a Cristo, que debe ser considerado como el principal y más sabroso fruto de la ciencia de las Escrituras. Estaba tan persuadido Jerónimo de que este conocimiento del sagrado texto era el mejor camino para llegar al conocimiento y amor de Cristo Nuestro Señor, que no dudaba en afirmar: «Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo»(131). Y lo mismo escribe a Santa Paula: «¿Puede concebirse una vida sin la ciencia de las Escrituras, por la cual se llega a conocer al mismo Cristo, que es la vida de los creyentes?»(132).
62. Hacia Cristo, como a su centro, convergen todas las páginas de uno y otro Testamento; por ello Jerónimo, explicando las palabras del Apocalipsis que hablan del río y del árbol de la vida, dice entre otras cosas: «Un solo río sale del trono de Dios, a saber, la gracia del Espíritu Santo; y esta gracia del Espíritu Santo está en las Santas Escrituras, es decir, en el río de las Escrituras. Pero este río tiene dos riberas, que son el Antiguo y el Nuevo Testamento, y en ambas riberas está plantado el árbol, que es Cristo»(133). No es de extrañar, por lo tanto, que en sus piadosas meditaciones acostumbrase referir a Cristo cuanto se lee en el sagrado texto: «Yo, cuando leo el Evangelio y veo allí los testimonios sacados de la ley y de los profetas, considero sólo a Cristo; si he visto a Moisés y a los profetas, ha sido para entender lo que me decían de Cristo. Cuando, por fin, he llegado a los esplendores de Cristo y he contemplado la luz resplandeciente del claro sol, no puedo ver la luz de la linterna. ¿Puede iluminar una linterna si la enciendes de día? Si luce el sol, la luz de la linterna se desvanece; de igual manera la ley y los profetas se desvanecen ante la presencia de Cristo. Nada quito a la ley ni a los profetas; antes bien, los alabo porque anuncian a Cristo. Pero de tal manera leo la ley y los profetas, que no me quedo en ellos, sino que a través de la ley y de los profetas trato de llegar a Cristo»(134). Y así, buscando piadosamente a Cristo en todo, lo vemos elevarse maravillosamente, por el comentario de las Escrituras, al amor y conocimiento del Señor Jesús, en el cual encontró la preciosa margarita del Evangelio: «No hay más que una preciosa margarita: el conocimiento del Salvador, el misterio de la pasión y el secreto de su resurrección»(135).
63. Este amor a Cristo que le consumía, lo llevaba, pobre y humilde con Cristo, libre el alma de toda preocupación terrenal, a buscar a Cristo sólo, a dejarse conducir por su Espíritu, a vivir con El en la más estrecha unión, a copiar por la imitación su imagen paciente, a no tener otro anhelo que sufrir con Cristo y por Cristo. Por ello, cuando, hecho el blanco de las injurias y de los odios de los hombres perversos, muerto San Dámaso, hubo de abandonar Roma, escribía a punto de subir al barco: «Aunque algunos me consideren como un criminal y reo de todas las culpas lo cual no es mucho en comparación de mis faltas, tú haces bien en tener por buenos en tu interior hasta a los mismos malos… Doy gracias a Dios por haber sido hallado digno de que me odie el mundo… ¿Qué parte de sufrimientos he soportado yo, que milito bajo la cruz? Me han echado encima la infamia de un crimen falso; pero yo sé que con buena o mala fama se llega al reino de los cielos»(136). Y a la santa virgen Eustoquio exhortaba a sobrellevar valientemente por Cristo los mismos trabajos, con estas palabras: «Grande es el sufrimiento, pero grande es también la recompensa de ser lo que los mártires, lo que los apóstoles, lo que el mismo Cristo es… Todo esto que he enumerado podrá parecer duro al que no ama a Cristo. Pero el que considera toda la pompa del siglo como cieno inmundo y tiene por vano todo lo que existe debajo del sol con tal de ganar a Cristo; el que ha muerto y resucitado con su Señor y ha crucificado la carne con sus vicios y concupiscencias, podrá repetir con toda libertad: ¿Quién nos separará de la caridad de Cristo?»(137).
64. Sacaba, pues, San Jerónimo abundantes frutos de la lectura de los Sagrados Libros: de aquí aquellas luces interiores con que era atraído cada día más al conocimiento y amor de Cristo; de aquí aquel espíritu de oración, del cual escribió cosas tan bellas; de aquí aquella admirable familiaridad con Cristo, cuyas dulzuras lo animaron a correr sin descanso por el arduo camino de la cruz hasta alcanzar la palma de la victoria. Asimismo, se sentía continuamente atraído con fervor hacia la santísima Eucaristía: «Nada más rico que aquel que lleva el cuerpo del Señor en una cesta de mimbres y su sangre en una ampolla»(138); ni era menor su veneración y piedad para con la Madre de Dios, cuya virginidad perpetua defendió con todas su fuerzas y cuyo ejemplo acabadísimo en todas las virtudes solía proponer como modelo a las esposas de Cristo(139). A nadie extrañará, por lo tanto, que San Jerónimo se sintiera tan fuertemente atraído por los lugares de Palestina que el Redentor y su Madre santísima hicieron sagrados con su presencia. Sus sentimientos a este respecto se adivinan en lo que sus discípulas Paula y Eustoquio escribieron desde Belén a Marcela: «¿En qué términos o con qué palabras podemos describirte la gruta del Salvador? Aquel pesebre en que gimió de niño, es digno de ser honrado, más que con pobres palabras, con el silencio…
¿Cuándo llegará el día en que nos sea dado penetrar en la gruta del Salvador, llorar en el sepulcro del Señor con la hermana y con la madre, besar el madero de la cruz, y en el monte de los Olivos seguir en deseo y en espíritu a Cristo en su ascensión?…»(140). Repasando estos recuerdos, Jerónimo, lejos de Roma, llevaba una vida demasiado dura para su cuerpo, pero tan suave para el alma, que exclamaba: «Ya quisiera tener Roma lo que Belén, más humilde que aquélla, tiene la dicha de poseer»(141).
65. El voto del santo varón se realizó de distinta manera de como él pensaba, y de ello Nos y los romanos con Nos debemos alegrarnos; porque los restos del Doctor Máximo, depositados en aquella gruta que él por tanto tiempo había habitado, y que la noble ciudad de David se gloriaba de poseer en otro tiempo, tiene hoy la dicha de poseerlos Roma en la Basílica de Santa María la Mayor, junto al pesebre del Señor. Calló la voz cuyo eco, salido del desierto, escuchó en otro tiempo todo el orbe católico; pero por sus escritos, que «como antorchas divinas brillan por el mundo entero»(142), San Jerónimo habla todavía. Proclama la excelencia, la integridad y la veracidad histórica de las Escrituras, así como los dulces frutos que su lectura y meditación producen. Proclama para todos los hijos de la Iglesia la necesidad de volver a una vida digna del nombre de cristianos y de conservarse inmunes de las costumbres paganas, que en nuestros días parecen haber resucitado. Proclama que la cátedra de Pedro, gracias sobre todo a la piedad y celo de los italianos, dentro de cuyas fronteras lo estableció el Señor, debe gozar de aquel prestigio y libertad que la dignidad y el ejercicio mismo del oficio apostólico exigen. Proclama a las naciones cristianas que tuvieron la desgracia de separarse de la Iglesia Madre el deber de refugiarse nuevamente en ella, en quien radica toda esperanza de eterna salvación. Ojalá presten oídos a esta invitación, sobre todo, las Iglesias orientales, que hace ya demasiado tiempo alimentan sentimientos hostiles hacia la cátedra de Pedro.
Cuando vivía en aquellas regiones y tenía por maestros a Gregorio Nacianceno y a Dídimo Alejandrino, Jerónimo sintetizaba en esta fórmula, que se ha hecho clásica, la doctrina de los pueblos orientales de su tiempo: «El que no se refugie en el arca de Noé perecerá anegado en el diluvio»(143). El oleaje de este diluvio, ¿acaso no amenaza hoy, si Dios no lo remedia, con destruir todas las instituciones humanas? ¿Y qué no se hundirá, después de haber suprimido a Dios, autor y conservador de todas las cosas? ¿Qué podrá quedar en pie después de haberse apartado de Cristo, que es la vida? Pero el que de otro tiempo, rogado por sus discípulos, calmó el mar embravecido, puede todavía devolver a la angustiada humanidad el precioso beneficio de la paz. Interceda en esto San Jerónimo en favor de la Iglesia de Dios, a la que tanto amó y con tanto denuedo defendió contra todos los asaltos de sus enemigos; y alcance con su valioso patrocinio que, apaciguadas todas las discordias conforme al deseo de Jesucristo, se haga un solo rebaño y un solo Pastor.
66. Llevad sin tardanza, venerables hermanos, al conocimiento de vuestro clero y de vuestros fieles las instrucciones que con ocasión del decimoquinto centenario de la muerte del Doctor Máximo acabamos de daros, para que todos, bajo la guía y patrocinio de San Jerónimo, no solamente mantengan y defiendan la doctrina católica acerca de la inspiración divina de las Escrituras, sino que se atengan escrupulosamente a las prescripciones de la encíclica Providentissimus Deus y de la presente carta. Entretanto, deseamos a todos los hijos de la Iglesia que, penetrados y fortalecidos por la suavidad de las Sagradas Letras, lleguen al conocimiento perfecto de Jesucristo; y, en prenda de este deseo y como testimonio de nuestra paterna benevolencia, os concedemos afectuosamente en el Señor, a vosotros, venerables hermanos, y a todo el clero y pueblo que os está confiado, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 15 de septiembre de 1920, año séptimo de nuestro pontificado.
Notas
1. Conc. Trid., ses.5, decr.: de reform. c.l.
2. Sulp. Sev., Dial. 1,7.
3. Cassian., De inc. 7,26.
4. S. Prosp., Carmen de ingratis V 57.
5. De viris ill. 135.
6. Ep. 82,2,2.
7. Ep. 15 l,l; 16 2,1.
8. In Abd., praefat.
9. In Mt. 13,44.
10. Ep. 22,30 1.
11. Ep. 84 3,1.
12. Ep. 125 12.
13. Ep. 123,9 al. 10; 122,2,1.
14. Ep. 127,7,1s.
15. Ep. 36,1; 32,1.
16. Ep. 45,2; 126,3; 127, 7.
17. Ep. 84,3, l s.
18. Conc. Vat. I, ses.3, const.: de fide catholica c.2.
19 Tract. de Ps. 88.
20. In Mt. 13,44; Tract. de Ps. 77.
21. In Mt. 13 45ss.
22. Quaest. in Gen., praef.
23. In Agg. 2,lss.; cf. In Gal. 2,10, etc.
24. Adv. Hel. 19.
25. Adv. Iovin. 1,4.
2 6. Ep. 49, al. 48,14,1.
27. In Ier. 9, l2ss.
28. Ep. 78,30 (al. 28) mansio.
29. Ep. 27,1, ls.
30. In Ez. 1,15ss.
31. In Mich. 2,Ils; 3,5ss.
32. In Mich. 4,lss.
33. In Ier. 31,35ss.
34. In Nah. 1,9.
35. Ep. 57 7,4.
36. Ep. 82 7,2.
37. Ep. 72,2,2.
38. Ep. 18,7,4; cf. Ep. 46,6,2.
39. Ep. 36,11,2.
40. Ep. 57,9,1.
41. S. Aug., Ad Hieron., inter epist. S. Hieron. 116,3.
42. Litt. enc. Providentissimus Deus.
43. In Ier. 213,15s.; In Mt. 14,8; Adv. Helv. 4.
44. In Philem. 4.
45. S. Aug., Contra Faustum 26,3s,6s.
46. Jn 19,35.
47. In Mt. prol.
48. Ep. 78,1,1; cf. In Mc. 1,13-31.
49. S. Aug., Contra Faustum 26,8.
50. Cf. Mt 12,3.39-42; Lc 17,26-29.32, etc.
51. Mt 5,18.
52. Jn 10,35.
53. Mt 5,19.
54. Lc 24,45s.
55. Ep. 130,20.
56. Ep. 58,9,2; 11,2.
57. Mt 13,44.
58. S. Aug., Conf. 3,5; cf. 8,12.
59. Ep. 22,30,2.
60. In Mich. 1,10-15.
61. In Gal. 5 19s.
62. Ep. 108,26,2.
63. Ad Domnionem et Rogatianum, in 1 par. praef.
64. Ep. 63,2.
65. Ep. 15,1,2.4.
66. Ep. 16,2,2.
67. In Dan. 3,37. 
68. Adv. Vigil. 6.
69. Dial. e. Pelag., prol.2.
70. Contra Ruf. 3,43.
71. In Mich. 1,10ss. 
72. In Is. 1,6, cap.16,1-5.
7 3. In Tit. 3,9.
74. In Eph. 4,31. 
75. Ep. 107,9.12.
76. Ep. 22,17,2; cf. ibíd., 29,2.
77. Ep. 108,26.
78. Ep. 127,7
79. Ps. 50,8.
80. Imit. Chr. 4,11,4.
81. Imit. Chr. 4,11,4.
82. Ep. 125,7,3; 11,1.
83. Ep. 52,7,1.
84. Ep. 53,3ss.
85. Ep. 27,1,2. 
86. Mal 2,7.
87. Pío X, Litt. apost. Vinea electa, 7 mayo 1909.
88. Cf. 2 Tim 3,17.
89. Tract. de Ps. 147.
90. Tom 2,19s.
91. Tim 4,4.
92. Jer 12 11.
93. Ep. 52,8,1.
94. In Am. 3,35.
95. In ,Zach. 9,15s.
96. Ep. 29,1,3.
97. In Mt. 25,13.
98. Cf. In Ez. 38,1s; 41,23s; 42,13s; In Mc. 1,13.31; Ep. 129,6,1, etc.
99. In Hab. 3,14s.
100. In Mc. 9,1-7; cf. In Ez. 40-24-27.
101. In Eccles. 12,9s.
102. Ep. 58,9,1.
103. In Edem. 2,24s.
104. In Am. 9,6.
105. In Is. 6,1-7. 
106. 2 Tim 3,16.
107. Ep. 49, al. 48,17,7.
108. In Gal. 1,11s.
109. In Am. praef. in 1,3.
110. In Gal. praef. in 1.3.
111. Ep. 36,14,2.
112. Ep. 52,8,1.
113. Dial. cont. Lucif., 11. 
114. Ep. 53,7,2.
115. In Tit. 1,10s.
116. In Mt. 13,32.
117. Ep. 36,14, 2.
11 8. Ep. 48, al. 49,4,3.
119. Ep. 53,10,1.
120. Ep. 30,13.
121. In Eph., prol.
122. Ep. 141 2; cf. Ep. 134,1.
123. Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9.
124. Ep. 139.
125. Ef 5,27.
126. Ep. 58,7,1.
127. Postumianus apud Sulp. Sever., Dial. 1,9.
128. In Agg. 2,1s.
129. In Mich. 4 1s.
130. In Mt., prol.
131. In Is., prol.; cf. Tract. de Ps. 77. 
132. Ep. 30,7.
133. Tract. de Ps. 1.
134. Tract. in Mc. 91-7.
135. In Mt. 13,45s.
136. Ep. 45,1,6.
137. Ep. 22,38.
138. Ep. 125,20,4.
139. Cf. Ep. 22,35,3.
140. Ep. 46,11,13.
141. Ep. 54,13,6.
142. Cassian., De incarn. 7,26.
143. Ep. 15,2,1.

“Providentissimus Deus” – León XIII

CARTA ENCÍCLICA
PROVIDENTISSIMUS DEUS
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII 
SOBRE LOS ESTUDIOS BÍBLICOS
1. La providencia de Dios, que por un admirable designio de amor elevó en sus comienzos al género humano a la participación de la naturaleza divina y, sacándolo después del pecado y de la ruina original, lo restituyó a su primitiva dignidad, quiso darle además el precioso auxilio de abrirle por un medio sobrenatural los tesoros ocultos de su divinidad, de su sabíduría y de su misericordia(1). Pues aunque en la divina revelación se contengan también cosas que no son inaccesibles a la razón humana y que han sido reveladas al hombre, «a fin de que todos puedan conocerlas fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error, no puede decirse por ello, sin embargo, que esta revelación sea necesaria de una manera absoluta, sino porque Dios en su infinita bondad ha destinado al hombre a su fin sobrenatural»(2). «Esta revelación sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal», se halla contenida tanto «en las tradiciones no escritas» como «en los libros escritos», llamados sagrados y canónicos porque, «escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y en tal concepto han sido dados a la Iglesia»(3). Eso es lo que la Iglesia no ha cesado de pensar ni de profesar públicamente respecto de los libros de uno y otro Testamento. Conocidos son los documentos antiguos e importantísimos en los cuales se afirma que Dios que habló primeramente por los profetas, después por sí mismo y luego por los apóstoles nos ha dado también la Escritura que se llama canónica(4), y que no es otra cosa sino los oráculos y las palabras divinas(5), una carta otorgada por el Padre celestial al género humano, en peregrinación fuera de su patria, y transmitida por los autores sagrados(6). Siendo tan grande la excelencia y el valor de las Escrituras, que, teniendo a Dios mismo por autor, contienen la indicación de sus más altos misterios, de sus designios y de sus obras, síguese de aquí que la parte de la teología que se ocupa en la conservación y en la interpretación de estos libros divinos es de suma importancia y de la más grande utilidad.
2. Y así Nos, de la misma manera que hemos procurado, y no sin fruto, gracias a Dios, hacer progresar con frecuentes encíclicas y exhortaciones otras ciencias que nos parecían muy provechosas para el acrecentamiento de la gloria divina y de la salvación de los hombres, así también nos propusimos desde hace mucho tiempo excitar y recomendar este nobilísimo estudio de las Sagradas Letras y dirigirlo de una manera más conforme a las necesidades de los tiempos actuales. Nos mueve, y en cierto modo nos impulsa, la solicitud de nuestro cargo apostólico, no solamente a desear que esta preciosa fuente de la revelación católica esté abierta con la mayor seguridad y amplitud para la utilidad del pueblo cristiano, sino también a no tolerar que sea enturbiada, en ninguna de sus partes, ya por aquellos a quienes mueve una audacia impía y que atacan abiertamente a la Sagrada Escritura, ya por los que suscitan a cada paso novedades engañosas e imprudentes.
3. No ignoramos, ciertamente, venerables hermanos, que no pocos católicos sabios y de talento se dedican con ardor a defender los libros santos o a procurar un mayor conocimiento e inteligencia de los mismos. Pero, alabando a justo título sus trabajos y sus frutos, no podemos dejar de exhortar a los demás cuyo talento, ciencia y piedad prometen en esta obra excelentes resultados, a hacerse dignos del mismo elogio. Queremos ardientemente que sean muchos los que emprendan como conviene la defensa de las Sagradas Letras y se mantengan en ello con constancia; sobre todo, que aquellos que han sido llamados, por la gracia de Dios, a las órdenes sagradas, pongan de día en día mayor cuidado y diligencia en leer, meditar y explicar las Escrituras, pues nada hay más conforme a su estado.
4. Aparte de su importancia y de la reverencia debida a la palabra de Dios, el principal motivo que nos hace tan recomendable el estudio de la Sagrada Escritura son las múltiples ventajas que sabemos han de resultar de ello, según la promesa cierta del Espíritu Santo: «Toda la Escritura, divinamente inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y pronto a toda buena obra»(7). Los ejemplos de Nuestro Señor Jesucristo y de los apóstoles demuestran que con este designio ha dado Dios a los hombres las Escrituras. Jesús mismo, en efecto, que «se ha conciliado la autoridad con los milagros y que ha merecido la fe por su autoridad y ha ganado a la multitud por la fe»(8), tenía costumbre de apelar a la Sagrada Escritura en testimonio de su divina misión. En ocasiones se sirve de los libros santos para declarar que es el enviado de Dios y Dios mismo; de ellos toma argumentos para instruir a sus discípulos y para apoyar su doctrina; defiende sus testimonios contra las calumnias de sus enemigos, los opone a los fariseos y saduceos en sus respuestas y los vuelve contra el mismo Satanás, que atrevidamente le solicitaba; los emplea aun al fin de su vida y, una vez resucitado, los explica a sus discípulos hasta que sube a la gloria de su Padre.
5. Los apóstoles, de acuerdo con la palabra y las enseñanzas del Maestro y aunque El mismo les concedió el don de hacer milagros(9), sacaron de los libros divinos un gran medio de acción para propagar por todas las naciones la sabiduría cristiana, vencer la obstinación de los judíos y sofocar las herejías nacientes. Este hecho resalta en todos sus discursos, y en primer término en los de San Pedro, los cuales tejieron en gran parte de textos del Antiguo Testamento el apoyo más firme de la Nueva Ley. Y lo mismo aparece en los evangelios de San Mateo y San Juan y en las epístolas llamadas Católicas; y de manera clarísima en el testionio de aquel que se gloriaba de haber estudiado la ley de Moisés y los Profetas «a los pies de Gamaliel», para poder decir después con confianza, provisto de armas espirituales: «Las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas para con Dios»(10).
6. Que todos, pues, y muy especialmente los soldados de la sagrada milicia, comprendan, por los ejemplos de Cristo y de los apóstoles, en cuánta estimación deben ser tenidas las divinas Letras y con cuánto celo y con qué respeto les es preciso aproximarse a este arsenal. Porque aquellos que deben tratar, sea entre doctos o entre ignorantes, la doctrina de la verdad, en ninguna parte fuera de los libros santos encontrarán enseñanzas más numerosas y más completas sobre Dios, Bien sumo y perfectísimo, y sobre las obras que ponen de manifiesto su gloria y su amor. Acerca del Salvador del género humano, ningún texto tan fecundo y conmovedor como los que se encuentran en toda la Biblia, y por esto ha podido San Jerónimo afirmar con razón «que la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo»(11), en ellas se ve viva y palpitante su imagen, de la cual se difunde por manera maravillosa el alivio de los males, la exhortación a la virtud y la invitación al amor divino. Y en lo concerniente a la Iglesia, su institución, sus caracteres, su misión v sus dones se encuentran con tanta frecuencia en la Escritura y existen en su favor tantos y tan sólidos argumentos, que el mismo San Jerónimo ha podido decir con mucha razón: «Aquel que se apoya en los testimonios de los libros santos es el baluarte de la Iglesia»(12). Si lo que se busca es algo relacionado con la conformación y disciplina de la vida y de las costumbres, los hombres apostólicos encontrarán en la Biblia grandes y excelentes recursos: prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de suavidad y de fuerza, notables ejemplos de todas las virtudes, a lo cual se añade, en nombre y con palabras del mismo Dios, la importantísima promesa de las recompensas y el anuncio de las penas para toda la eternidad.
7. Esta virtud propia y singular de las Escrituras, procedente del soplo divino del Espíritu Santo, es la que da autoridad al orador sagrado, le presta libertad apostólica en el hablar y le suministra una elocuencia vigorosa y convincente. El que lleva en su discurso el espíritu y la fuerza de la palabra divina «no habla solamente con la lengua, sino con la virtud del Espíritu Santo y con grande abundancia»(13). Obran, pues, con torpeza e imprevisión los que hablan de la religión y anuncian los preceptos divinos sin invocar apenas otra autoridad que las de la ciencia y de la sabiduria humana, apoyándose más en sus propios argumentos que en los argumentos divinos. Su discurso, aunque brillante, será necesariamente lánguido y frío, como privado que está del fuego de la palabra de Dios(14), y está muy lejos de la virtud que posee el lenguaje divino: «Pues la palabra de Dios es viva y eficaz y más penetrante que una espada de dos filos y llega hasta la división del alma y del espíritu»(15). Aparte de esto, los mismos sabios deben convenir en que existe en las Sagradas Letras una elocuencia admirablemente variada, rica y más digna de los más grandes objetos; esto es lo que San Agustín ha comprendido y perfectamente probado(16) y lo que confirma la experiencia de los mejores oradores sagrados, que han reconocido, con agradecimiento a Dios, que deben su fama a la asidua familiaridad y piadosa meditación de la Biblia.
8. Conociendo a fondo todas estas riquezas en la teoría y en la práctica, los Santos Padres no cesaron de elogiar las Divinas Letras y los frutos que de ellas se pueden obtener. En más de un pasaje de sus obras llaman a los libros santos «riquísimo tesoro de las doctrinas celestiales»(17) y «eterno manantial de salvación»(18), y los comparan a fértiles praderas y a deliciosos jardines, en los que la grey del Señor encuentra una fuerza admirable y un maravilloso encanto(19). Aquí viene bien lo que decía San Jerónimo al clérigo Nepociano: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún, no se te caiga nunca de las manos la sagrada lectura; aprende lo que debes enseñar…; la predicación del presbítero debe estar sazonada con la lección de las Escrituras»(20), y concuerda la opinión de San Gregorio Magno, que ha descrito como nadie los deberes de los pastores de la Iglesia: «Es necesario dice que los que se dedican al ministerio de la predicación no se aparten del estudio de los libros santos»(21).
9. Y aquí nos place recordar este aviso de San Agustín: «No será en lo exterior un verdadero predicador de la palabra de Dios aquel que no la escucha en el interior de sí mismo»(22); y este consejo de San Gregorio a los predicadores sagrados: «que antes de llevar la palabra divina a los otros se examinen a sí mísmos, no sea que, procurando las buenas acciones de los demás, se descuiden de sí propios»(23). Mas esto había ya sido advertido, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Cristo, que empezó a obrar y a enseñar(24), por la voz del Apóstol al dirigirse no solamente a Timoteo, sino a todo el orden de los eclesiásticos con este precepto: «Vela con atención sobre ti y sobre la doctrina, insiste en estas cosas; pues obrando así, te salvarás a ti mismo y salvarás a tus oyentes»(25). Y ciertamente, para la propia y ajena santificación, se encuentran preciosas ayudas en los libros santos, y abundan sobre todo en los Salmos; pero sólo para aquellos que presten a la divina palabra no solamente un espíritu dócil y atento, sino además una perfecta y piadosa disposición de la voluntad. Porque la condición de estos libros no es común, sino que, por haber sido dictados por el mismo Espíritu Santo, contienen verdades muy importantes, ocultas y difíciles de interpretar en muchos puntos; y por ello, para comprenderlos y explicarlos, tenemos siempre necesidad de la presencia de este mismo Espíritu(26), esto es, de su luz y de su gracia, que, como frecuentemente nos advierte la autoridad del divino salmista, deben ser imploradas por medio de la oración humilde y conservadas por la santidad de vida.
10. Y en esto aparece de un modo esplendoroso la previsión de la Iglesia, la cual, «para que este celestial tesoro de los libros sagrados, que el Espíritu Santo entregó a los hombres con soberana liberalidad, no fuera desatendido»(27), ha proveído en todo tiempo con las mejores instituciones y preceptos. Y así estableció no solamente que una gran parte de ellos fuera leída y meditada por todos sus ministros en el oficio diario de la sagrada salmodia, sino que fueran explicados e interpretados por hombres doctos en las catedrales, en los monasterios y en los conventos de regulares donde pudiera prosperar su estudio: y ordenó rigurosamente que los domingos y fiestas solemnes sean alimentados los fieles con las palabras saludables del Evangelio(28). Asimismo, a la prudencia y vigilancia de la Iglesia se debe aquella veneración a la Sagrada Escritura, en todo tiempo floreciente y fecunda en frutos de salvación.
11. Para confirmar nuestros argumentos y nuestras exhortaciones, queremos recordar que todos los hombres notables por la santidad de su vida y por su conocimiento de las cosas divinas, desde los principios de la religión cristiana, han cultivado siempre con asiduidad el estudio de las Sagradas Letras. Vemos que los discípulos más inmediatos de los apóstoles, entre los que citaremos a Clemente de Roma, a Ignacio de Antioquía, a Policarpo, a todos los apologistas, especialmente Justino e Ireneo, para sus cartas y sus libros, destinados ora a la defensa, ora a la propagación de los dogmas divinos, sacaron de las divinas Letras toda su fe, su fuerza y su piedad. En las escuelas catequéticas y teológicas que se fundaron en la jurisdicción de muchas sedes episcopales, y entre las que figuran como más célebres las de Alejandría y Antioquía, la enseñanza que en ellas se daba no consistía, por decirlo así, más que en la lectura, explicación y defensa de la palabra de Dios escrita. De estas aulas salieron la mayor parte de los Santos Padres y escritores, cuyos profundos estudios y notables obras se sucedieron durante tres siglos con tan grande abundancia, que este período fue llamado con razón la Edad de Oro de la exégesis bíblica.
12. Entre los orientales, el primer puesto corresponde a Orígenes, hombre admirable por la rápida concepción de su entendimiento y por la constancia en sus trabajos, en cuyas numerosos escritos y en la inmensa obra de sus Hexaplas puede decirse que se han inspirado casi todos sus sucesores. Entre los muchos que han extendido los límites de esta ciencia es preciso enumerar como los más eminentes: en Alejandría, a Clemente y a Cirilo; en Palestina, a Eusebio y al segundo Cirilo; en Capadocia, a Basilio el Grande y a los dos Gregorios, el Nacianceno y el de Nisa; y en Antioquía, a Juan Crisóstomo, en quien a una notable erudición se unió la más elevada elocuencia.
13. La Iglesia de Occidente no ostenta menores títulos de gloria. Entre los numerosos doctores que se han distinguido en ella, ilustres son los nombres de Tertuliano y de Cipriano, de Hilario y de Ambrosio, de León y Gregorio Magnos; pero sobre todo los de Agustín y de Jerónimo: agudísimo el uno para descubrir el sentido de la palabra de Dios y riquísimo en sacar de ella partido para defender la verdad católica; el otro, por su conocimiento extraordinario de la Biblia y por sus magníficos trabajos sobre los libros santos, ha sido honrado por la Iglesia con el título de Doctor Máximo.
14. Desde esta época hasta el siglo XI, aunque esta clase de estudios no fueron tan ardientes ni tan fructuosamente cultivados como en las épocas precedentes, florecieron bastante, gracias, sobre todo, al celo de los sacerdotes. Estos cuidaron de recoger las obras más provechosas que sus predecesores habían escrito y de propagarlas después de haberlas asimilado y aumentado de su propia cosecha, como hicieron sobre todo Isidoro de Sevilla, Beda y Alcuino; o bien de glosar los manuscritos sagrados, como Valfrido, Estrabón y Anselmo de Luán; o de proveer con procedimientos nuevos a la conservación de los mismos, como hicieron Pedro Damián y Lanfranco.
15. En el siglo XII, muchos emprendieron con gran éxito la explicación alegórica de la Sagrada Escritura; en este género aventajó fácilmente a los demás San Bernardo, cuyos sermones no tienen otro sabor que el de las divinas Letras.
16. Pero también se realizaron nuevos y abundantes progresos gracias al método de los escolásticos. Estos, aunque se dedicaron a investigar la verdadera lección de la versión latina, como lo demuestran los correctorios bíblicos que crearon, pusieron todavía más celo y más cuidado en la interpretación y en la explicación de los libros santos. Tan sabia y claramente como nunca hasta entonces distinguieron los diversos sentidos de las palabras sagradas; fijaron el valor de cada una en materia teológica; anotaron los diferentes capítulos y el argumento de cada una de las partes; investigaron las intenciones de los autores y explicaron la relación y conexión de las distintas frases entre sí; con lo cual todo el mundo ve cuánta luz ha sido llevada a puntos oscuros. Además, tanto sus libros de teología como sus comentarios a la Sagrada Escritura manifiestan la abundancia de doctrina que de ella sacaron. A este título, Santo Tomás se llevó entre todos ellos la palma.
17. Pero desde que nuestro predecesor Clemente V mandó instituir en el Ateneo de Roma y en las más célebres universidades cátedras de literatura orientales, nuestros hombres empezaron a estudiar con más vigor sobre el texto original de la Biblia y sobre la versión latina. Renacida más tarde la cultura griega, y más aún por la invención de la imprenta, el cultivo de la Sagrada Escritura se extendió de un modo extraordinario. Es realmente asombroso en cuán breve espacio de tiempo los ejemplares de los sagrados libros, sobre todo de la Vulgata, multiplicados por la imprenta, llenaron el mundo; de tal modo eran venerados y estimados los divinos libros en la Iglesia.
18. Ni debe omitirse el recuerdo de aquel gran número de hombres doctos, pertenecientes sobre todo a las órdenes religiosas, que desde el concilio de Viena hasta el de Trento trabajaron por la prosperidad de los estudios bíblicos; empleando nuevos métodos y aportando la cosecha de su vasta erudición y de su talento, no sólo acrecentaron las riquezas acumuladas por sus predecesores, sino que prepararon en cierto modo el camino para la gloria del siguiente siglo, en el que, a partir del concilio de Trento, pareció hasta cierto punto haber renacido la época gloriosa de los Padres de la Iglesia. Nadie, en efecto, ignora, y nos agrada recordar, que nuestros predecesores, desde Pío IV a Clemente VIII, prepararon las notables ediciones de las versiones antiguas Vulgata y Alejandrina; que, publicadas después por orden y bajo la autoridad de Sixto V y del mismo Clemente, son hoy día de uso general. Sabido es que en esta época fueron editadas, al mismo tiempo que otras versiones de la Biblia, las poliglotas de Amberes y de París, aptísimas para la investigación del sentido exacto, y que no hay un solo libro de los dos Testamentos que no encontrara entonces más de un intérprete; ni existe cuestión alguna relacionada con este asunto que no ejecitara con fruto el talento de muchos sabios, entre los que cierto número, sobre todo los que estudiaron más a los Santos Padres, adquirieron notable renombre. Ni a partir de esta época ha faltado el celo a nuestros exegetas, ya que hombres distinguidos han merecido bien de estos estudios, y contra los ataques del racionalismo, sacados de la filología y de las ciencias afines, han defendido la Sagrada Escritura sirviéndose de argumentos del mismo género.
19. Todos los que sin prevenciones examinen esta rápida reseña nos concederán ciertamente que la Iglesia no ha perdonado recurso alguno para hacer llegar hasta sus hijos las fuentes saludables de la Divina Escritura; que siempre ha conservado este auxilio, para cuya guarda ha sido propuesta por Dios, y que lo ha reforzado con toda clase de estudios, de tal modo que no ha tenido jamás, ni tiene ahora, necesidad de estímulos por parte de los extraños.
20. El plan que hemos propuesto exige que comuniquemos con vosotros, venerables hermanos, lo que estimamos oportuno para la buena ordenación de estos estudios. Pero importa ante todo examinar qué clase de enemigos tenemos enfrente y en qué procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza.
21. Como antiguamente hubo que habérselas con los que, apoyándose en su juicio particular y recurriendo a las divinas tradiciones y al magisterio de la Iglesia, afirmaban que la Escritura era la única fuente de revelación y el juez supremo de la fe; así ahora nuestros principales adversarios son los racionalistas, que, hijos y herederos, por decirlo así, de aquéllos y fundándose igualmente en su propia opinión, rechazan abiertamente aun aquellos restos de fe cristiana recibidos de sus padres. Ellos niegan, en efecto, toda divina revelación o inspiración; niegan la Sagrada Escritura; proclaman que todas estas cosas no son sino invenciones y artificios de los hombres; miran a los libros santos, no como el relato fiel de acontecimientos reales, sino como fábulas ineptas y falsas historias. A sus ojos no han existido profecías, sino predicciones forjadas después de haber ocurrido los hechos, o presentimientos explicables por causas naturales; para ellos no existen milagros verdaderamente dignos de este nombre, manifestaciones de la omnipotencia divina, sino hechos asombrosos, en ningún modo superiores a las fuerzas de la naturaleza, o bien ilusiones y mitos; los evangelios y los escritos de los apóstoles han de ser atribuidos a otros autores.
22. Presentan este cúmulo de errores, con los que creen poder anonadar a la sacrosanta verdad de los libros divinos, como veredictos inapelables de una nueva ciencia libre; pero que tienen ellos mismos por tan inciertos, que con frecuencia varían y se contradicen en unas mismas cosas. Y mientras juzgan y hablan de una manera tan impía respecto de Dios, de Cristo, del Evangelio y del resto de las Escrituras, no faltan entre ellos quienes quisieran ser considerados como teólogos, como cristianos y como evangélicos, y que bajo un nombre honrosísimo ocultan la temeridad de un espíritu insolente. A estos tales se juntan, participando de sus ideas y ayudándolos, otros muchos de otras disciplinas, a quienes la misma intolerancia de las cosas reveladas impulsa del mismo modo a atacar a la Biblia. Nos no sabríamos deplorar demasiado la extensión y la violencia que de día en día adquieren estos ataques. Se dirigen contra hombres instruidos y serios que pueden defenderse sin gran dificultad; pero se ceban principalmente en la multitud de los ignorantes, como enemigos encarnizados de manera sistemática. Por medio de libros, de opúsculos y de periódicos propagan el veneno mortífero; lo insinúan en reuniones y discursos; todo lo han invadido, y poseen numerosas escuelas arrancadas a la tutela de la Iglesia, en las que depravan miserablemente, hasta por medio de sátiras y burlas chocarreras, las inteligencias aún tiernas y crédulas de los jóvenes, excitando en ellos el desprecio hacia la Sagrada Escritura.
23. En todo esto hay, venerables hermanos, hartos motivos para excitar y animar el celo común de los pastores, de tal modo que a esa ciencia nueva, a esa falsa ciencia(29), se oponga la doctrina antigua y verdadera que la Iglesia ha recibido de Cristo por medio de los apóstoles y surjan hábiles defensores de la Sagrada Escritura para este duro combate.
24. Nuestro primer cuidado, por lo tanto, debe ser éste: que en los seminarios y en las universidades se enseñen las Divinas Letras punto por punto, como lo piden la misma importancia de esta ciencia y las necesidades de la época actual. Por esta razón, nada debéis cuidar tanto como la prudente elección de los profesores; para este cometido importa efectivamente nombrar, no a personas vulgares, sino a los que se recomienden por un grande amor y una larga práctica de la Biblia, por una verdadera cultura científica y, en una palabra, por hallarse a la altura de su misión. No exige menos cuidado la tarea de procurar quienes después ocupen el puesto de éstos. Será conveniente que, allí donde haya facilidad para ello, se escoja, entre los alumnos mejores que hayan cursado de manera satisfactoria los estudios teológicos, algunos que se dediquen por completo a los libros divinos con la posibilidad de cursar en algún tiempo estudios superiores. Cuando los profesores hayan sido elegidos y formados de este modo, ya pueden emprender con confianza la tarea que se les encomienda; y para que mejor la lleven y obtengan los resultados que son de esperar, queremos darles algunas instrucciones más detalladas.
25. Al comienzo de los estudios deben atender al grado de inteligencia de los discípulos, para formar y cultivar en ellos un criterio, apto al mismo tiempo para defender los libros divinos y para captar su sentido. Tal es el objeto del tratado de la introducción bíblica, que suministra al discípulo recursos; para demostrar la integridad y autoridad de la Biblia, para buscar y descubrir su verdadero sentido y para atacar de frente las interpretaciones sofísticas, extirpándolas en su raíz. Apenas hay necesidad de indicar cuán importante es discutir estos puntos desde el principio, con orden, científicamente y recurriendo a la teología; pues todo el restante estudio de la Escritura se apoya en estas bases y se ilumina con estos resplandores.
26. El profesor debe aplicarse con gran cuidado a dar a conocer a fondo la parte más fecunda de esta ciencia, que concierne a la interpretación, y para que sus oyentes sepan de qué modo podrán utilizar las riquezas de la palabra divina en beneficio de la religión y de la piedad. Comprendemos ciertamente que ni la extensión de la materia ni el tiempo de que se dispone permiten recorrer en las aulas todas las Escrituras. Pero, toda vez que es necesario poseer un método seguro para dirigir con fruto su interpretación, un maestro prudente deberá evitar al mismo tiempo el defecto de los que hacen gustar deprisa algo de todos los libros, y el defecto de aquellos otros que se detienen en una parte determinada más de la cuenta. Si en la mayor parte de las escuelas no se puede conseguir, como en las academias superiores, que este o aquel libro sea explicado de una manera continua y extensa, cuando menos se ha de procurar que los pasajes escogidos para la interpretación sean estudiados de un modo suficiente y completo; los discípulos, atraídos e instruidos por este módulo de explicación, podrán luego releer y gustar el resto de la Biblia durante toda su vida.
27. El profesor, fiel a las prescripciones de aquellos que nos precedieron, deberá emplear para esto la versión Vulgata, la cual el concilio Tridentino decretó que había de ser tenida «como auténtica en las lecturas públicas, en las discusiones, en las predicaciones y en las explicaciones»(30), y la recomienda también la práctica cotidiana de la Iglesia. No queremos decir, sin embargo, que no se hayan de tener en cuenta las demás versiones que alabó y empleó la antigüedad cristiana, y sobre todo los textos primitivos. Pues si en lo que se refiere a los principales puntos el pensamiento del hebreo y del griego está suficientemente claro en estas palabras de la Vulgata, no obstante, si algún pasaje pesulta ambiguo o menos claro en ella, «el recurso a la lengua precedente» será, siguiendo el consejo de San Agustín, utilísimo(31). Claro es que será preciso proceder con mucha circunspección en esta tarea; pues el oficio «del comentador es exponer, no lo que él mismo piensa, sino lo que pensaba el autor cuyo texto explica»(32).
28. Después de establecida por todos los medios, cuando sea preciso, la verdadera lección, habrá llegado el momento de escudriñar y explicar su sentido. Nuestro primer consejo acerca de este punto es que observen las normas que están en uso respecto de la interpretación, con tanto más cuidado cuanto el ataque de nuestros adversarios es sobre este particular más vivo. Por eso, al cuidado de valorar las palabras en sí mismas, la significación de su contexto, los lugares paralelos, etc., deben unirse también la ilustración de la erudición conveniente; con cautela, sin embargo, para no emplear más tiempo ni más esfuerzo en estas cuestiones que en el estudio de los libros santos y para evitar que un conocimiento demasiado extenso y profundo de tales cosas lleve al espíritu de la juventud más turbación que ayuda.
29. De aquí se pasará con seguridad al uso de la Sagrada Escritura en materia teológica. Conviene hacer notar a este respecto que a las otras causas de dificultad que se presentan para entender cualquier libro de autores antiguos se añaden algunas particularidades en los libros sagrados. En sus palabras, por obra del Espíritu Santo, se oculta gran número de verdades que sobrepujan en mucho la fuerza y la penetración de la razón humana, como son los divinos misterios y otras muchas cosas que con ellos se relacionan: su sentido es a veces más amplio y más recóndito de lo que parece expresar la letra e indican las reglas de la hermenéutica; además, su sentido literal oculta en sí mismo otros significados que sirven unas veces para ilustrar los dogmas y otras para inculcar preceptos de vida; por lo cual no puede negarse que los libros sagrados se hallan envueltos en cierta oscuridad religiosa, de manera que nadie puede sin guía penetrar en ellos(33). Dios lo ha querido así (ésta es la opinión de los Santos Padres) para que los hombres los estudien con más atención y cuidado, para que las verdades más penosamente adquiridas penetren más profundamente en su corazón y para que ellos comprendan sobre todo que Dios ha dado a la Iglesia las Escrituras a fin de que la tengan por guía y maestra en la lectura e interpretación de sus palabras. Ya San Ireneo enseñó(34) que, allí donde Dios ha puesto sus carismas, debe buscarse la verdad, y que aquellos en quienes reside la sucesión de los apóstoles explican las Escrituras sin ningún peligro de error: ésta es su doctrina y la doctrina de los demás Santos Padres, que adoptó el concilio Vaticano cuando, renovando el decreto tridentino sobre la interpretación de la palabra divina escrita, declaró ser la mente de éste que «en las cosas de fe y costumbres que se refieren a la edificación de la doctrina cristiana ha de ser tenido por verdadero sentido de la Escritura Sagrada aquel que tuvo y tiene la santa madre Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero sentido e interpretación de las Santas Escrituras; y, por lo tanto, que a nadie es lícito interpretar dicha Sagrada Escritura contra tal sentido o contra el consentimiento unánime de los Padres»(35).
30. Por esta ley, llena de prudencia, la Iglesia no detiene ni coarta las investigaciones de la ciencia bíblica, sino más bien las mantiene al ábrigo de todo error y contribuye poderosamente a su verdadero progreso. Queda abierto al doctor un vasto campo en el que con paso seguro pueda ejercitar su celo de intérprete de manera notable y con provecho para la Iglesia. Porque en aquellos pasajes de la Sagrada Escritura que todavía esperan una explicación cierta y bien definida, puede acontecer, por benévolo designio de la providencia de Dios, que con este estudio preparatorio llegue a madurar; y, en los puntos ya definidos, el doctor privado puede también desempeñar un papel útil si los explica con más claridad a la muchedumbre de los fieles o más científicamente a los doctos, o si los defiende con energía contra los adversarios de la fe. El intérprete católico debe, pues, mirar como un deber importantísimo y sagrado explicar en el sentido declarado los textos de la Escritura cuya significación haya sido declarada auténticamente, sea por los autores sagrados, a quienes les ha guiado la inspiración del Espíritu Santo como sucede en muchos pasajes del Nuevo Testarnento, sea por la Iglesia, asistida también por el mismo Espíritu Santo «en juicio solemne o por su magisterio universal y ordinario»(36), y llevar al convencimiento de que esta interpretación es la única que, conforme a las leyes de una sana hermenéutica, puede aceptarse. En los demás puntos deberá seguir la analogía de la fe y tomar como norma suprema la doctrina católica tal como está decidida por la autoridad de la Iglesía; porque, siendo el mismo Dios el autor de los libros santos y de la doctrina que la Iglesia tiene en depósito, no puede suceder que proceda de una legítima interpretación de aquéllos un sentido que discrepe en alguna manera de ésta. De donde resulta que se debe rechazar como insensata y falsa toda explicación que ponga a los autores sagrados en contradicción entre sí o que sea opuesta a la enseñanza de la Iglesia.
31. El maestro de Sagrada Escritura debe también merecer este elogio: que posee a fondo toda la teología y que conoce perfectamente los comentarios de los Santos Padres, de los doctores y de los mejores intérpretes. Tal es la doctrina de San Jerónimo(37) y de San Agustín, quien se queja, con razón, en estos términos: «Si toda ciencia, por poco importante que sea y fácil de adquirir, pide ser enseñada por un doctor o maestro, ¡qué cosa más orgullosamente temeraria que no querer aprender de sus intérpretes los libros de los divinos misterios!»(38). Igualmente pensaron otros Santos Padres y lo confirmaron con su ejemplo «al procurar la inteligencia de las divinas Escrituras no por su propia presunción, sino según los escritos y la autoridad de sus predecesores, que sabían haber recibido, por sucesión de los apóstoles, las reglas para su interpretación»(39).
32. La autoridad de los Santos Padres, que después de los apóstoles «hicieron crecer a la Iglesia con sus esfuerzos de jardineros, constructores, pastores y nutricios»(40), es suprema cuando explican unánimemente un texto bíblico como perteneciente a la doctrina de la fe y de las costumbres; pues de su conformidad resulta claramente, según la doctrina católica, que dicha explicación ha sido recibida por tradición de los apóstoles. La opinión de estos mismos Padres es también muy estimable cuando tratan de estas cosas como doctores privados; pues no solamente su ciencia de la doctrina revelada y su conocimiento de muchas cosas de gran utilidad para interpretar los libros apostólicos los recomiendan, sino que Dios mismo ha prodigado los auxilios abundantes de sus luces a estos hombres notabilísimos por la santidad de su vida y por su celo por la verdad. Que el intérprete sepa, por lo tanto, que debe seguir sus pasos con respeto y aprovecharse de sus trabajos mediante una elección inteligente.
33. No es preciso, sin embargo, creer que tiene cerrado el camino para no ir más lejos en sus pesquisas y en sus explicaciones cuando un motivo razonable exista para ello, con tal que siga religiosamente el sabio precepto dado por San Agustín: «No apartarse en nada del sentido literal y obvio, como no tenga alguna razón que le impida ajustarse a él o que haga necesario abandonarlo»(41); regla que debe observarse con tanta más firmeza cuanto existe un mayor peligro de engañarse en medio de tanto deseo de novedades y de tal libertad de opiniones. Procure asimismo no descuidar lo que los Santos Padres entendieron en sentido alegórico o parecido, sobre todo cuando este significado derive del sentido literal y se apoye en gran número de autoridades. La Iglesia ha recibido de los apóstoles este método de interpretación y lo ha aprobado con su ejemplo, como se ve en la liturgia; no que los Santos Padres hayan pretendido demostrar con ello propiamente los dogmas de la fe, sino que sabían por experiencia que este método era bueno para alimentar la virtud y la piedad.
34. La autoridad de los demás intérpretes católicos es, en verdad, menor; pero, toda vez que los estudios bíblicos han hecho en la Iglesia continuos progresos, es preciso dar el honor que les corresponde a los comentarios de estos doctores, de los cuales se pueden tomar muchos argumentos para rechazar los ataques y esclarecer los puntos difíciles. Pero lo que no conviene en modo alguno es que, ignorando o despreciando las excelentes obras que los nuestros nos dejaron en gran número, prefiera el intérprete los libros de los heterodoxos y busque en ellos, con gran peligro de la sana doctrina y muy frecuentemente con detrimento de la fe, la explicación de pasajes en los que los católicos vienen ejercitando su talento y multiplicando sus esfuerzos desde hace mucho tiempo y con éxito. Pues aunque, en efecto, los estudios de los heterodoxos, prudentemente utilizados, puedan a veces ayudar al intérprete católico, importa, no obstante, a éste recordar que, según numerosos testimonios de nuestros mayores(42), el sentido incorrupto de las Sagradas Letras no se encuentra fuera de la Iglesia y no puede ser enseñado por los que, privados de la verdad de la fe, no llegan hasta la médula de las Escrituras, sino que únicamente roen su corteza(43).
35. Es muy de desear y necesario que el uso de la divina Escritura influya en toda la teología y sea como su alma; tal ha sido en todos los tiempos la doctrina y la práctica de todos los Padres y de los teólogos más notables. Ellos se esforzaban por establecer y afirmar sobre los libros santos las verdades que son objeto de la fe y las que de éste se derivan; y de los libros sagrados y de la tradición divina se sirvieron para refutar las novedades inventadas por los herejes y para encontrar la razón de ser, la explicación y la relación que existe entre los dogmas católicos. Nada tiene esto de sorprendente para el que reflexione sobre el lugar tan importante que corresponde a los libros divinos entre las fuentes de la revelación, hasta el punto de que sin su estudio y uso diario no podría la teología ser tratada con el honor y dignidad que le son propios. Porque, aunque deban los jóvenes ejercitarse en las universidades y seminarios de manera que adquieran la inteligencia y la ciencia de los dogmas deduciendo de los artículos de la fe unas verdades de otras, según las reglas de una filosofía experimentada y sólida, no obstante, el teólogo profundo e instruido no puede descuidar la demostración de los dogmas basada en la autoridad de la Biblia. «Porque la teología no toma sus argumentos de las demás ciencias, sino inmediatamente de Dios por la revelación. Por lo tanto, nada recibe de esas ciencias como si le fueran superiores, sino que las emplea como a sus inferiores y seguidoras». Este método de enseñanza de la ciencia sagrada está indicado y recomendado por el príncipe de los teólogos, Santo Tomás de Aquino(44), el cual, además, como perfecto conocedor de este peculiar carácter de la teología cristiana, enseña de qué manera el teólogo puede defender estos principios si alguien los ataca: «Argumentando, si el adversario concede algunas de las verdades que tenemos por revelación; y en este sentido disputamos contra los herejes aduciendo las autoridades de la Escritura o empleando un artículo de la fe contra los que niegan otro. Por el contrario, si el adversario no cree en nada revelado, no nos queda recurso para probar los artículos de la fe con razones, sino sólo para deshacer las que él proponga contra la fe»(45).
36. Hay que poner, por lo tanto, especial cuidado en que los jóvenes acometan los estudios bíblicos convenientemente instruidos y pertrechados, para que no defrauden nuestras legítimas esperanzas ni, lo que sería más grave, sucumban incautamente ante el error, engañados por las falacias de los racionalistas y por el fantasma de una erudición superficial. Estarán perfectamente preparados si, con arreglo al método que Nos mismo les hemos enseñado y prescrito, cultivan religiosamente y con profundidad el estudio de la filosofia y de la teología bajo la dirección del mismo Santo Tomás. De este modo procederán con paso firme y harán grandes progresos en las ciencias bíblicas como en la parte de la teología llamada positiva.
37. Haber demostrado, explicado y aclarado la verdad de la doctrina católica mediante la interpretación legítima y diligente de los libros sagrados es mucho ciertamente; resta, sin embargo, otro punto que fijar y tan importante como laborioso: el de afirmar con la mayor solidez la autoridad íntegra de los mismos. Lo cual no podrá conseguirse plena y enteramente sino por el magisterio vivo y propio de la Iglesia, que «por sí misma y a causa de su admirable difusión, de su eminente santidad, de su fecundidad inagotable en toda suerte de bienes, de su unidad católica, de su estabilidad invencible, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y una prueba irrefutable de su divina misión»(46). Pero toda vez que este divino e infalible magisterio de la Iglesia descansa también en la autoridad de la Sagrada Escritura, es preciso afirmar y reivindicar la fe, cuando menos, en la Biblia, por cuyos libros, como testimonios fidedignos de la antigüedad, serán puestas de manifiesto y debidamente establecidas la divinidad y la misión de Jesucristo, la institución de la jerarquía de la Iglesia y la primacía conferida a Pedro y a sus sucesores.
38. A este fin será muy conveniente que se multipliquen los sacerdotes preparados, dispuestos a combatir en este campo por la fe y a rechazar los ataques del enemigo, revestidos de la armadura de Dios, que recomienda el Apóstol(47), y entrenados en las nuevas armas y en la nueva estrategia de sus adversarios. Es lo que hermosamente incluye San Juan Crisóstomo entre los deberes del sacerdote: «Es preciso dice emplear un gran celo a fin de que la palabra de Dios habite con abundancia en nosotros(48); no debemos, pues, estar preparados para un solo género de combate, porque no todos usan las mismas armas ni tratan de acometernos de igual manera. Es, por lo tanto, necesario que quien ha de medirse con todos, conozca las armas y los procedimientos de todos y sepa ser a la vez arquero y hondero, tribuno y jefe de cohorte, general y soldado, infante y caballero, apto para luchar en el mar y para derribar murallas; porque, si no conoce todos los medios de combatir, el diablo sabe, introduciendo a sus raptores por un solo punto en el caso de que uno solo quedare sin defensa, arrebatar las ovejas»(49). Más arriba hemos mencionado las astucias de los enemigos y los múltiples medios que emplean en el ataque. Indiquemos ahora los procedimientos que deben utilizarse para la defensa.
39. Uno de ellos es, en primer término, el estudio de las antiguas lenguas orientales y, al mismo tiempo, el de la ciencia que se llama crítica. Siendo estos dos conocimientos en el día de hoy muy apreciados y estimados, el clero que los posea con más o menos profundidad, según el país en que se encuentre y los hombres con quienes esté en relación, podrá mejor mantener su dignidad y cumplir con los deberes de su cargo, ya que debe hacerse todo para todos(50) y estar siempre pronto a satisfacer a todo aguel que le pida la razón de su esperanzas(51). Es, pues, necesario a los profesores de Sagrada Escritura, y conviene a los teólogos, conocer las lenguas en las que los libros canónicos fueron originariamente escritos por los autores sagrados; sería también excelente que los seminaristas cultivasen dichas lenguas, sobre todo aquellos que aspiran a los grados académicos en teología. Debe también procurarse que en todas las academias, como ya se ha hecho laudablemente en muchas, se establezcan cátedras donde se enseñen también las demás lenguas antiguas, sobre todo las semíticas, y las materias relacionadas con ellas, con vistas, sobre todo, a los jóvenes que se preparan para profesores de Sagradas Letras.
40. Importa también, por la misma razón, que los susodichos profesores de Sagrada Escritura se instruyan y ejerciten más en la ciencia de la verdadera crítica; porque, desgraciadamente, y con gran daño para la religión, se ha introducido un sistema que se adorna con el nombre respetable de «alta crítica», y según el cual el origen, la integridad y la autoridad de todo libro deben ser establecidos solamente atendiendo a lo que ellos llaman razones internas. Por el contrario, es evidente que, cuando se trata de una cuestión histórica, como es el origen y conservación de una obra cualquiera, los testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y deben ser buscados y examinados con el máximo interés; las razones internas, por el contrario, la mayoría de las veces no merecen la pena de ser invocadas sino, a lo más, como confirmación. De otro modo, surgirán graves inconvenientes: los enemigos de la religión atacarán la autenticidad de los libros sagrados con más confianza de abrir brecha; este género de «alta crítica» que preconizan conducirá en definitiva a que cada uno en la interpretación se atenga a sus gustos y a sus prejuicios; de este modo, la luz que se busca en las Escrituras no se hará, y ninguna ventaja reportará la ciencia; antes bien se pondrá de manifiesto esa nota característica del error que consiste en la diversidad y disentimiento de las opiniones, como lo están demostrando los corifeos de esta nueva ciencia; y como la mayor parte están imbuidos en las máximas de una vana filosofía y del racionalismo, no temerán descartar de los sagrados libros las profecías, los milagros y todos los demás hechos que traspasen el orden natural.
41. Hay que luchar en segundo lugar contra aquellos que, abusando de sus conocimientos de las ciencias físicas, siguen paso a paso a los autores sagrados para echarles en cara su ignorancia en estas cosas y desacreditar así las mismas Escrituras. Como quiera que estos ataques se fundan en cosas que entran en los sentidos, son peligrosísimos cuando se esparcen en la multitud, sobre todo entre la juventud dedicada a las letras; la cual, una vez que haya perdido sobre algún punto el respeto a la revelación divina, no tardará en abandonar la fe en todo lo demás. Porque es demasiado evidente que así como las ciencias naturales, con tal de que sean convenientemente enseñadas, son aptas para manifestar la gloria del Artífice supremo, impresa en las criaturas, de igual modo son capaces de arrancar del alma los principios de una sana filosofía y de corromper las costumbres cuando se infiltran con dañadas intenciones en las jóvenes inteligencias. Por eso, el conocimiento de las cosas naturales será una ayuda eficaz para el que enseña la Sagrada Escritura; gracias a él podrá más fácilmente descubrir y refutar los sofistas de esta clase dirigidos contra los libros sagrados.
42. No habrá ningún desacuerdo real entre el teólogo y el físico mientras ambos se mantengan en sus límites, cuidando, según la frase de San Agustín, «de no afirmar nada al azar y de no dar por conocido lo desconocido»(52). Sobre cómo ha de portarse el teólogo si, a pesar de esto, surgiere discrepancia, hay una regla sumariamente indicada por el mismo Doctor: «Todo lo que en materia de sucesos naturales pueden demostrarnos con razones verdaderas, probémosles que no es contrario a nuestras Escrituras; mas lo que saquen de sus libros contrario a nuestras Sagrada Letras, es decir, a la fe católica, demostrémosles, en lo posible o, por lo menos, creamos firmemente que es falsísimo»(53). Para penetrarnos bien de la justicia de esta regla, se ha de considerar en primer lugar que los escritores sagrados, o mejor el Espíritu Santo, que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres estas cosas (la íntima naturaleza o constitución de las cosas que se ven), puesto que en nada les habían de servir para su salvación(54), y así, más que intentar en sentido propio la exploración de la naturaleza, describen y tratan a veces las mismas cosas, o en sentido figurado o según la manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy vige para muchas cosas en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos. Y como en la manera vulgar de expresarnos suele ante todo destacar lo que cae bajo los sentidos, de igual modo el escritor sagrado y ya lo advirtió el Doctor Angélico «se guía por lo que aparece sensiblemente»(55), que es lo que el mismo Dios, al hablar a los hombres, quiso hacer a la manera humana para ser entendido por ellos.
43. Pero de que sea preciso defender vigorosamente la Santa Escritura no se sigue que sea necesario mantener igualmente todas las opiniones que cada uno de los Padres o de los intérpretes posteriores han sostenido al explicar estas mismas Escrituras; los cuales, al exponer los pasajes que tratan de cosas físicas, tal vez no han juzgado siempre según la verdad, hasta el punto de emitir ciertos principios que hoy no pueden ser aprobados. Por lo cual es preciso descubrir con cuidado en sus explicaciones aquello que dan como concerniente a la fe o como ligado con ella y aquello que afirman con consentimiento unánime; porque, «en las cosas que no son de necesidad de fe, los santos han podido tener pareceres diferentes, lo mismo que nosotros», según dice Santo Tomás(56). El cual, en otro pasaje, dice con la mayor prudencia: «Por lo que concierne a las opiniones que los filósofos han profesado comúnmente y que no son contrarias a nuestra fe, me parece más seguro no afirmarlas como dogmas, aunque algunas veces se introduzcan bajo el nombre de filósofos, ni rechazarlas como contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión de despreciar nuestra doctrina»(57). Pues, aunque el intérprete debe demostrar que las verdades que los estudiosos de las ciencias físicas dan como ciertas y apoyadas en firmes argumentos no contradicen a la Escritura bien explicada, no debe olvidar, sin embargo, que algunas de estas verdades, dadas también como ciertas, han sido luego puestas en duda y rechazadas. Que si los escritores que tratan de los hechos físicos, traspasados los linderos de su ciencia, invaden con opiniones nocivas el campo de la filosofía, el intérprete teólogo deje a cargo de los filósofos el cuidado de refutarlas.
44. Esto mismo habrá de aplicarse después a las ciencias similares, especialmente a la historia. Es de sentir, en efecto, que muchos hombres que estudian a fondo los monumentos de la antigüedad, las costumbres y las instituciones de los pueblos, investigan y publican con grandes esfuerzos los correspondientes documentos, pero frecuentemente con objeto de encontrar errores en los libros santos para debilitar y quebrantar completamente su autoridad. Algunos obran así con demasiada hostilidad y sin bastante equilibrio, ya que se fian de los libros profanos y de los documentos del pasado como si no pudiese existir ninguna sospecha de error respecto a ellos, mientras niegan, por lo menos, igual fe a los libros de la Escritura ante la más leve sospecha de error y sin pararse siquiera a discutirla.
45. Puede ocurrir que en la transcripción de los códices se les escaparan a los copistas algunas erratas; lo cual debe estudiarse con cuidado y no admitirse fácilmente sino en los lugares que con todo rigor haya sido demostrado; también puede suceder que el sentido verdadero de algunas frases continúe dudoso; para determinarlo, las reglas de la interpretación serán de gran auxilio; pero lo que de ninguna manera puede hacerse es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o conceder que el autor sagrado haya cometido error. Ni se debe tolerar el proceder de los que tratan de evadir estas dificultades concediendo que la divina inspiración se limita a las cosas de fe y costumbres y nada más, porque piensan equivocadamente que, cuando se trata de la verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo que ha dicho Dios, sino examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho. En efecto, los libros que la Iglesia ha recibido como sagrados y canónicos, todos e íntegramente, en todas sus partes, han sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan lejos de la divina inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no sea autor de ningún error.
46. Tal es la antigua y constante creencia de la Iglesia definida solemnemente por los concilios de Florencia y de Trento, confirmada por fin y más expresamente declarada en el concilio Vaticano, que dio este decreto absoluto: «Los libros del Antigo y del Nuevo Testamento, íntegros, con todas sus partes, como se describen en el decreto del mismo concilio (Tridentino) y se contienen en la antigua versión latina Vulgata, deben ser recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados y canónicos, no porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana, hayan sido después aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la revelación sin error, sino porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor»(58). Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se haya servido de hombres como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura.
47. Tal ha sido siempre el sentir de los Santos Padres. «Y así dice San Agustín, puesto que éstos han escrito lo que el Espíritu Santo les ha mostrado y les ha dicho, no debe decirse que no lo ha escrito El mismo, ya que, como miembros, han ejecutado lo que la cabeza les dictaba»(59). Y San Gregorio Magno dice: «Es inútil preguntar quién ha escrito esto, puesto que se cree firmemente que el autor del libro es el Espíritu Santo; ha escrito, en efecto, el que dictó lo que se había de escribir; ha escrito quien ha inspirado la obra»(60). Síguese que quienes piensen que en los lugares auténticos de los libros sagrados puede haber algo de falso, o destruyen el concepto católico de inspiración divina, o hacen al mismo Dios autor del error.
48. Y de tal manera estaban todos los Padres y Doctores persuadidos de que las divinas Letras, tales cuales salieron de manos de los hagiógrafos, eran inmunes de todo error, que por ello se esforzaron, no menos sutil que religiosamente, en componer entre sí y conciliar los no pocos pasajes que presentan contradicciones o desemejanzas (y que son casi los mismos que hoy son presentados en nombre de la nueva ciencia); unánimes en afirmar que dichos libros, en su totalidad y en cada una de sus partes, procedían por igual de la inspiración divina, y que el mismo Dios, hablando por los autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad. Valga por todos lo que el mismo Agustín escribe a Jerónimo: «Yo confieso a vuestra caridad que he aprendido a dispensar a solos los libros de la Escritura que se llaman canónicos la reverencia y el honor de creer muy firmemente que ninguno de sus autores ha podido cometer un error al escribirlos. Y si yo encontrase en estas letras algo que me pareciese contrario a la verdad, no vacilaría en afirmar o que el manuscrito es defectuoso, o que el traductor no entendió exactamente el texto, o que no lo he entendido yo»(61).
49. Pero luchar plena y perfectamente con el empleo de tan importantes ciencias para establecer la santidad de la Biblia, es algo superior a lo que de la sola erudición de los intérpretes y de los teólogos se puede esperar. Es de desear, por lo tanto, que se propongan el mismo objeto y se esfuercen por lograrlo todos los católicos que hayan adquirido alguna autoridad en las ciencias profanas. El prestigio de estos ingenios, si nunca hasta el presente, tampoco hoy falta a la Iglesia, gracias a Dios, y ojalá vaya en aumento para ayuda de la fe. Consideramos de la mayor importancia que la verdad encuentre más numerosos y sólidos defensores que adversarios, pues no hay cosa que tanto pueda persuadir al vulgo a aceptar la verdad como el ver a hombres distinguidos en alguna ciencia profesarla abiertamente. Incluso la envidia de los detractores se desvanecerá fácilmente, o al menos no se atreverán ya a afirmar con tanta petulancia que la fe es enemiga de la ciencia, cuando vean a hombres doctos rendir el mayor honor y la máxima reverencia a la fe.
50. Puesto que tanto provecho pueden prestar a la religión aquellos a quienes la Providencia concedió, junto con la gracia de profesar la fe católica, el feliz don del talento, es preciso que, en medio de esta lucha violenta de los estudios que se refieren en alguna manera a las Escrituras, cada uno de ellos elija la disciplina apropiada y, sobresaliendo en ella, se aplique a rechazar victoriosamente los dardos que la ciencia impía dirige contra aquéllas.
51. Aquí nos es grato tributar las merecidas alabanzas a la conducta de algunos católicos, quienes, a fin de que los sabios puedan entregarse con toda abundancia de medios a estos estudios y hacerlos progresar formando asociaciones, gustan de contribuir generosamente con recursos económicos. Excelente manera de emplear su dinero y muy apropiada a las necesidades de los tiempos. En efecto, cuantos menos socorros pueden los católicos esperar del Estado para sus estudios, más conviene que la liberalidad privada se muestre pronta y abundante; de modo que aquellos a quienes Dios ha dado riquezas, las consagren a conservar el tesoro de la verdad revelada.
52. Mas, para que tales trabajos aprovechen verdaderamente a las ciencias bíblicas, los hombres doctos deben apoyarse en los principios que dejamos indicados más arriba; sostengan con firmeza que un mismo Dios es el creador y gobernador de todas las cosas y el autor de las Escrituras, y que, por lo tanto, nada puede deducirse de la naturaleza de las cosas ni de los monumentos de la historia que contradiga realmente a las Escrituras. Y si tal pareciese, ha de demostrarse lo contrario, bien sometiendo al juicio prudente de teólogos y exegetas cuál sea el sentido verdadero o verosímil del lugar de la Escritura que se objeta, bien examinando con mayor diligencia la fuerza de los argumentos que se aducen en contra. Ni hay que darse por vencidos si aun entonces queda alguna apariencia en contrario, porque, no pudiendo de manera alguna la verdad oponerse a la verdad, necesariamente ha de estar equivocada o la intepretación que se da a las palabras sagradas o la parte contraria; si ni lo uno ni lo otro apareciese claro, suspendamos el juicio de momento. Muchas acusaciones de todo género se han venido lanzando contra la Escritura durante largo tiempo y con tesón, que hoy están completamente desautorizadas como vanas, y no pocas interpretaciones se han dado en otro tiempo acerca de algunos lugares de la Escritura que no pertenecían ciertamente a la fe ni a las costumbresen los que después una más diligente investigación ha aconsejado rectificar. El tiempo borra las opiniones humanas, mas «la verdad se robustece y permanece para siempre»(62). Por esta razón, como nadie puede lisonjearse de comprender rectamente toda la Escritura, a propósito de la cual San Agustín decía de sí mismo(63) que ignoraba más que sabía, cuando alguno encuentre en ella algo demasiado difícil para podérselo explicar, tenga la cautela y prudencia del mismo Doctor: «Vale más sentirse prisionero de signos desconocidos, pero útiles, que enredar la cerviz, al tratar de interpretarlos inútilmente, en las coyundas del error, cuando se creía haberla sacado del yugo de la servidumbre»(64).
53. Si los hombres que se dedican a estos estudios auxiliares siguen rigurosa y reverentemente nuestros consejos y nuestras órdenes; si escribiendo y enseñando dirigen los frutos de sus esfuerzos a combatir a los enemigos de la verdad y a precaver de los peligros de la fe a la juventud, entonces será cuando puedan gloriarse de servir dignamente el interés de las Sagradas Letras y de suministrar a la religión católica un apoyo tal como la Iglesia tiene derecho a esperar de la piedad y de la ciencia de sus hijos.
54. Esto es, venerables hermanos, lo que acerca de los estudios de Sagrada Escritura hemos creído oportuno advertir y mandar en esta ocasión movidos por Dios. A vosotros corresponde ahora procurar que se guarde y se cumpla con la escrupulosidad debida; de suerte que se manifieste más y más el reconocimiento debido a Dios por haber comunicado al género humano las palabras de su sabiduría y redunde todo ello en la abundancia de frutos tan deseados, especialmente en orden a la formación de la juventud levítica, que es nuestro constante desvelo y la esperanza de la Iglesia. Procurad con vuestra autoridad y vuestras exhortaciones que en los seminarios y centros de estudio sometidos a vuestra jurisdicción se dé a estos estudios el vigor y la prestancia que les corresponden. Que se lleven a cabo en todo bajo las directrices de la Iglesia según los saludables documentos y ejemplos de los Santos Padres y conforme al método laudable de nuestros mayores, y que de tal manera progresen con el correr de los tiempos, que sean defensa y ornamento de la verdad católica, dada por Dios para la eterna salvación de los pueblos.
55. Exhortamos, por último, paternalmente a todos los alumnos y ministros de la Iglesia a que se acerquen siempre con mayor afecto de reverencia y piedad a las Sagradas Letras, ya que la inteligencia de las mismas no les será abierta de manera saludable, como conviene, si no se alejan de la arrogancia de la ciencia terrena y excitan en su ánimo el deseo santo de la sabiduría que viene de arribas(65). Una vez introducidos en esta disciplina e ilustrados y fortalecidos por ella, estarán en las mejores condiciones para descubrir y evitar los engaños de la ciencia humana y para percibir y referir al orden sobrenatural sus frutos sólidos; caldeado así el ánimo, tenderá con más vehemencia a la consecucíón del premio de la virtud y del amor divino: «Bienaventurados los que investigan sus testimonios y le buscan de todo corazón»(66).
56. Animados con la esperanza del divino auxilio y confiando en vuestro celo pastoral, en prenda de los celestiales dones y en testimonio de nuestra especial benevolencia, os damos amorosamente en el Señor, a vosotros todos y a todo el clero y pueblo confiado a vuestros cuidados, la bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de noviembre de 1893, año 16 de nuestro pontificado.
___________________________
Notas
1. Leonis XIII Acta 13,326,364: ASS 26 (1893-94) 269-293.
2. Conc. Vat. I, ses.3 c.2: de revelatione.
3. Ibid.
4. S. Aug., De civ. Dei 11,3.
5. S. Clem. Rom., 1 Cor. 45; S. Polyc., Ad Phil. 7; Iren. Adv. haer., 2,28,2.
6. S. Io. Chrys., In Gen. hom.2,2; S. Aug., In Ps. 30 serm.2,l; S. Greg.I M., Ep. 4,13 ad Theod.
7. Tim 3,16s.
8. S. Aug., De util. cred. 14.32.
9. Hech 14,3.
10. S. Hier., Epist. 53 (al. 103) ad Paulinum 3. Cf. Hech 22,3; 2 Cor 10,4.
11. S. Hier., In Is. pról.
12. S. Hier., In Is. 54,12.
13. Cf. 1 Tes 1,5.
14. Cf. Jer 23,29.
15. Heb 4,12.
16. S. Aug., De doctr. christ. 4,6,7.
17. S. Io. Chrys., In Gen. hom.21,2; 60,3; S. Aug., De discipl. christ. 2.
18. S. Athan., Epist. fest. 39.
19. S. Aug., Serm. 26,24; S. Ambr., In Ps. 118 serm.l9 2.
20. S. Hier., Epist. 52 (al. 2) ad .Nepotianum.
21. S. Greg. M., Reg. past. 2,11 (al. 22); Moral. 18,26 (al. 14).
22. S. Aug, Serm. 179,1.
23. S. Greg. M. Reg. past. 3 24 (al. 48).
24 Cf. Act. 1,1.
25. 1 Tim 4,16.
26. S. Hier., In Mich. 1,10.
27. Conc. Trid., ses.5 c.1 de ref.
28. Ibíd. 1,2.
29. 1 Tim 6,20.
30. Ses.4 decr. de edit. et usu Libr. Sacr.
31. S. Aug., De doct.christ. 3,4.
32. S. Hier., Epist. 48 (al. 50) ad Pammachium 17.
33. S. Hier., Epist. 53 (al. 103) ad Paulinum 4.
34. S. Iren., Adv, haer. 4,26,5.
35. Conc. Vat. I, ses.3 c.2: de revel., ex Conc. Trid., ses.4 decr. de edit. et usu Libr. Sacr.
36. Conc. Vat. ses.3: de fide.
37. S Hier., Epist. 53 (al. 103) 6ss.
38. S. Aug., De util. cred. 17,35.
39. Rufinus, Hist. eccl. 2,9.
40. S. Aug., C. Iulian. 2,10,37.
41. S. Aug., De Gen. ad litt. 8,7,13.
42. Cf. Clemen. Al., Strom. 7,16; Orig., De princ, 4,8; In Lev. hom.4,8; Tertull., De praescr. 15s; S. Hilar., In Mt. 13,1.
43. S. Greg. M., Moral. 20,9 (al. 11).
44. S. Thom,, I q.l a.5 ad 2.
45. Ibíd., a.8.
46. Conc. Vat. I, ses.3 c.3: de fide.
47. Cf. Ef 6,13-17.
48. Cf. Col 3,16.
49 S. Io. Chrys., De sacerd. 4,4.
50. Cf. 1 Cor 9,22.
51. Cf. 2 Pe 3,15.
52. S. Aug., In Gen. op. imperf. 9,30.
53. S. Aug., De Gen. ad. litt. 1,21,41.
54. S. Aug., ibíd., 2,9,20.
55. S. Thom, I q.70 a.l ad 3.
56. S. Thom, In 2 Sent. d.2 q.l a.3.
57. S. Thom, Opusc. 10.
58. Conc. Vat. I, ses.3 c.2: de revel.
59 S. Aug., De cons. Evang. 1,35.
60. S. Greg. M., Moral. in 1 Iob, praef, 1,2.
61. S. Aug., Epist. 82,1 et crebius alibi.
62. 3 Esdr 4,38.
63. S. Aug., Epist. 55 ad Ianuar. 21.
64. S. Aug., De doctr. christ. 3,9,18.
65. Cf. Sal 3,15-17.
66. Sal 18,2.